23/09/2019

Reducir la jornada laboral es un debate que debemos dar

Hombre operando máquinas industriales
“Seguimos anclados a una regulación laboral que ya lucía anticuada cuando había un ministro de telégrafos con aspiraciones golpistas”, análisis de Marc Hofstetter, profesor de la Facultad de Economía.
Por: Marc Hofstetter
Ph.D en Economía, Johns Hopkins University
Profesor de la Facultad de Economía.


Tomado de: https://lasillavacia.com/silla-llena/blogoeconomia/reducir-la-jornada-laboral-debate-debemos-dar-71511
 

Era un sábado. El lunes siguiente, siete de agosto de 1950, festivo en estas tierras, entregaría el poder. La prensa estaba censurada y el Congreso cerrado. El presidente Ospina Pérez gobernaba por decreto amparado en el Estado de Sitio. Ese día, en uno de sus últimos actos de gobierno, plasmaría su firma sobre un decreto que, entre otras cosas, establecería que la jornada laboral en Colombia sería de 48 horas a la semana.

No era, ni siquiera para la época, una legislación de vanguardia. Se ceñía a recomendaciones de la OIT de 1919 que limitaban las horas de trabajo (industrial) a 8 horas diarias y 48 semanales. Pero la misma OIT en 1935 ya había convenido  que “Todo Miembro (…) que ratifique el presente Convenio se declara en favor (…) del principio de la semana de cuarenta horas, aplicado en forma tal que no implique una disminución del nivel de vida de los trabajadores”.

Casi setenta años después de la expedición de un decreto basado en unas recomendaciones de hace exactamente 100 años, la norma sigue en pie en Colombia no solo en nuestros códigos, que con tanta frecuencia ignoramos, sino en la práctica: los colombianos trabajan en promedio en su empleo principal 48 horas y “lideran” la estadística entre los países de la Ocde.

El debate sobre la reducción de esa jornada legal, que estamos en mora de dar, debería girar alrededor de argumentos éticos. ¿Qué tipo de vida queremos como sociedad que tengan nuestros ciudadanos? Un trabajador que sale a las 6 de la mañana de su casa a trabajar, al que le toma una hora y media llegar al destino (lo que se demoran en promedio los ciudadanos de menores ingresos en Bogotá) y que se tome dos horas de descanso a medio día, volverá a casa a las siete la noche. Esa rutina la repite seis de los siete días de la semana. ¿Nos parece que ese es un balance apropiado entre trabajo y ocio? ¿Le deja esa regla tiempo para jugar con los hijos, visitar a sus allegados, hacer ejercicio, leer, mirar para el techo, construir comunidad?

Como el argumento ético es antipático de esgrimir—califica implícitamente de antiéticos a quienes no lo comparten—déjenme abordar otros elementos de juicio para la discusión. Podría comenzar por decir que en Chile se discute actualmente una política para reducir su jornada de 45 a 40 o 41 horas. En la década pasada ya habían bajado la cifra de 48 a 45. La nueva reducción la apoyan tanto los comunistas como la derecha que gobierna.

Podría seguir postulando que con tan poco tiempo libre los hábitos saludables de los trabajadores deben ser precarios y que se deben reflejar en peores indicadores de salud y altos costos sociales para lidiarlos. Hay evidencia amplia de que eso es así. Por ejemplo, en Alemania se ha mostrado que aumentos en las horas de trabajo deterioran medidas tanto objetivas como subjetivas de salud y el efecto es especialmente grande para mujeres y padres de niños pequeños, que en general tienen menos flexibilidad para acomodar sus actividades laborales.

En Corea, la reducción de la jornada laboral aumentó la probabilidad de que los individuos hagan ejercicio regularmente y redujo su probabilidad de fumar. Esos resultados son similares a los que produjo la reforma que redujo la jornada laboral en Francia donde además el impacto fue especialmente fuerte en los grupos de trabajadores menos calificados. En una dimensión similar, de nuevo en Corea, por cada reducción de una hora de trabajo semanal se redujo la tasa de accidentes laborales en 8 por ciento.

Continuaría por argumentar que el bienestar de muchos mejoraría. En Portugal y Francia, hay evidencia que sustenta la idea de que tanto la satisfacción con el trabajo como la satisfacción con el ocio se incrementaron significativamente como resultado de esas reducciones.

Hay también argumentos de igualdad de género que se han estudiado en este contexto. Una jornada laboral más corta puede aumentar la participación femenina en el mercado laboral, y redistribuir de mejor manera las tareas entre hombres y mujeres al interior del hogar.

En ocasiones las reducciones a la jornada laboral han sido propuestas como una herramienta para luchar contra el desempleo. Sin embargo, la evidencia muestra que los efectos sobre empleo tienden a ser pequeños. Ese no es un argumento ganador. Sí parece haber efectos positivos sobre ingresos por hora y productividad:

En Portugal, la reducción de 44 a 40 horas por semana redujo la pérdida de empleo y aumentó los ingresos por hora de aquellos que trabajaban tiempo completo. Para los que tenían trabajos de carga parcial, la probabilidad de pérdida de empleo aumentó. En Chile, que redujo su jornada de 48 a 45 horas en 2005, tampoco hubo efectos sobre empleo y en cambio el salario por hora aumentó.

Una preocupación frecuente cuando se habla de reducir la jornada laboral es que esta aumenta los costos para los empleadores. Esa preocupación se atenuaría si supiéramos que esos trabajadores serían más productivos en jornadas más cortas. Eso es difícil de medir pero hay al menos un estudio que evalúa la productividad de empleados (de call-centers) que muestra que esta cae con el número de horas trabajadas.

Si la preocupación del impacto de la reducción de la jornada sobre los costos laborales formales es de primer orden en el debate y los aumentos en productividad no los compensan, se puede pensar en un paquete de reformas que las atenúen. En Colombia, que ajusta sus salarios mínimos anualmente, la o las rondas de reducción de la jornada laboral podrían venir acompañadas de incrementos en el salario mínimo que solo compensen la inflación. A la par con eso, aún hay espacio para reducir los costos no salariales, reforma que avanzó en 2012 con buen suceso.

El decreto de marras que firmó Ospina Pérez en ese sábado de 1950 a pocas horas de pasarle el testigo a Laureano Gómez, arranca aclarando que el orden público está turbado. Todavía lo está en la Colombia profunda. Tiene la firma del general Rojas Pinilla como Ministro de Correos y Telégrafos; en buena hora abandonamos la costumbre de tener generales activos de ministros. Pero seguimos anclados a una regulación laboral que ya lucía anticuada cuando había un ministro de telégrafos con aspiraciones golpistas.

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