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Nuestra casa: única arquitectura posible durante la pandemia

Los proyectos erigidos en las ciudades durante los últimos cien años que apostaron por beneficiar la vida doméstica comunitaria, son puestos en crisis por un llamado mundial al confinamiento.
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Por Ingrid Quintana Guerrero,
profesora de la Facultad de Arquitectura y Diseño

Un siglo atrás, cuando el mundo occidental apenas comenzaba a comprender los efectos de la Gran Guerra, las voces pioneras de lo que históricamente se ha denominado como “arquitectura moderna” comenzaron a llamar la atención sobre las necesidades urgentes de reconstruir sectores devastados por el conflicto bélico.

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A los desafíos económicos de la demanda urgente de viviendas, que implicaron reflexiones sobre la construcción en masa y suscitaron el desarrollo de métodos de edificación industrializados, se sumaron otras preocupaciones como reducir el área privada de habitación (concepto divulgado en 1929 bajo el título de existenzminimum) en beneficio de la creación de zonas de uso colectivo como comedores, lavanderías, áreas recreativas, entre otras.

Pasarían décadas y otra guerra mundial antes de que propuestas de esta naturaleza fueran adoptadas en proyectos financiados por entidades públicas en países como Francia e Inglaterra, y que, incluso atravesaran el Atlántico para encontrar suelo fértil en el territorio americano.

Como era de esperarse, esta manera de agrupar las viviendas impactaría no solo los modos de vida de las clases trabajadoras sino la configuración misma de las ciudades.

La visión moderna del urbanismo, en la que se privilegiaba la baja ocupación del suelo a favor de la edificación de alta densidad (bien fuera en altura o mediante la disposición de viviendas pareadas con una mínima ocupación del suelo), trajo consigo la zonificación funcional de algunas nuevas ciudades; la creación de infraestructuras que favorecieron la movilidad vehicular y la edificación de múltiples agrupaciones (muchas de ellas en suburbios y sectores periféricos) que obedecían a la noción de unidad vecinal.

En estas unidades, sus habitantes podían encontrar pequeños comercios, equipamientos deportivos y culturales, junto con otros servicios que atendían las demandas barriales. Vale la pena agregar que, en muchos casos, entre ellos el colombiano, estas fueron iniciativas que jamás llegaron a configurar transformaciones tajantes en las ciudades consolidadas.

No es mi propósito exponer en estas líneas las virtudes y los fracasos del urbanismo moderno (discusión inacabada que divide a historiadores, técnicos y críticos de la arquitectura), sino invitar a la reflexión acerca de la paradoja que la coyuntura actual plantea respecto a las prácticas del habitar contemporáneo.

Los proyectos erigidos en las ciudades durante los últimos cien años que apostaron por beneficiar la vida doméstica comunitaria, son puestos en crisis por un llamado mundial al confinamiento en casa. La vivienda, esa que en su CBU “Historia de una casa” el profesor Marc Jané refiere como la arquitectura inevitable, se ha convertido en la única arquitectura posible en estos tiempos de pandemia.

Nuestros hogares, bien sea que estén instalados en cómodas casas al interior de condominios, en conjuntos de apartamentos o en modestos inquilinatos, deben proporcionarnos los espacios para desarrollar las actividades que garantizan el balance de la vida cotidiana, hasta hace algunas semanas instaladas en lugares de uso colectivo: gimnasios (hoy día acondicionados en nuestras zonas de ropas o garajes), oficinas (reinstaladas en pequeñas bibliotecas o en la sala de estar), teatros y discotecas (hoy transferidos a nuestros propios dormitorios), etc.

En un mundo globalizado, la necesidad de estar juntos parece ser más fuerte en el momento que se nos priva de ella, y es allí donde la Internet entra a dotar a nuestros aposentos más íntimos de una dimensión de urbanidad inimaginable: asistimos a clases y conferencias desde nuestros sillones y camas, a juntas directivas desde la mesa del comedor y a encuentros fortuitos desde cualquier rincón de la casa (incluido el baño), gracias a las redes sociales instaladas en nuestros teléfonos celulares.

Ante esta nueva realidad, cobran fuerza discusiones disciplinares recientes acerca de la necesidad de formular tipologías residenciales más flexibles que no solo satisfagan la configuración de los nuevos núcleos familiares (está claro que el modelo idílico de postguerra -papá, mamá y tres hijos- ha quedado relegado) sino que mitiguen el hacinamiento y viabilicen las condiciones para el teletrabajo u otras actividades productivas al interior de la vivienda.

Más relevante aún es que el aislamiento debería conducir a la población en general a pensar en el papel de la arquitectura en sus vidas cotidianas y, concretamente, en el impacto que sus viviendas ejercen sobre sus hábitos y psiquis.

A través del Observatorio de Vivienda, el Departamento de Arquitectura de la Universidad de los Andes se ha encargado, desde hace algunos años, de evaluar el desempeño de proyectos recientes VIS y no VIS a partir de tres escalas: ciudad, agrupación y unidad. Estas evaluaciones proveen elementos para que, quien pretende adquirir una vivienda, tome una decisión sustentada en algo más que los acabados exhibidos en el “apartamento modelo”.

El pasar más tiempo en aquella superficie confinada por muros y entrepisos a la que llamamos “nuestra casa” nos lleva inevitablemente a tener más conciencia sobre: su realidad (generalmente nublada por la pantalla de nuestros dispositivos electrónicos); la experiencia sensorial que proporcionan sus materiales; las deficiencias de sus especificaciones técnicas; los beneficios que la luz y las aperturas visuales le traen a nuestra mente; el confort que brindan sus dimensiones y las posibilidades de interacción con nuestros familiares que nos posibilitan sus espacios.

Este ejercicio debería llevarnos también a ser mucho más críticos con edificios e intervenciones que solíamos habitar incluso con mayor intensidad que nuestras viviendas: nuestras salas de clase, nuestras oficinas, la biblioteca donde investigamos, el shopping donde nos relajamos y el parque donde nos enamoramos.

Muy probablemente, superada la cuarentena y la crisis sanitaria traída por el Covid-19, la reactivación de la construcción de viviendas no será una prioridad en la agenda del Gobierno.

Más aún en un país como Colombia donde los coletazos económicos de la pandemia serán nefastos y el llamado a los arquitectos es a contribuir a la mitigación del déficit hospitalario.

Lo más seguro es que, para entonces, la exigencia a dichos profesionales sea repensar las condiciones de salubridad e higienización requeridas para los nuevos desarrollos urbanos; condiciones que sustentaron la aparición del urbanismo científico, a finales del siglo XIX.

Pero, tal vez, la convivencia intensa en y con nuestras viviendas nos lleve a los ciudadanos del común a mirar el espacio urbano con otros ojos una vez retomemos nuestro derecho a lo público.

Unos ojos que nos permitan entenderlo como una extensión de nuestros hogares, moldeado por la arquitectura y capaz de incidir en nuestra manera de razonar y relacionarnos con el mundo.

La Universidad de los Andes desarrolla este artículo respondiendo a la coyuntura por la pandemia de COVID-19. Tenga en cuenta la fecha de publicación para entender el contexto de su contenido. No olvide consultar los análisis mas recientes sobre COVID-19 en nuestro especial.