08/01/2019

El lugar donde forjé mi identidad

Andrea Echeverri

Integrante de la agrupación Aterciopelados

Andrea Echeverri, integrante de Aterciopelados.
Andrea Echeverri, integrante de Aterciopelados.
Eran los ochentas. Yo, una chica salida de un colegio de chicas y de una familia tradicional. Entrar a estudiar arte en Los Andes fue abrir una hilera de puertas hacia mundos muy diferentes del que yo conocía.

Yo vivía en el barrio El Chicó, así que el hecho mismo de desplazarme hacia la calle 19 todos los días era descubrir una nueva Bogotá: el Centro, La Candelaria, San Victorino, la 19, el MAM, el Teatro Colón; el mundo de las exposiciones, las inauguraciones, los conciertos de la filarmónica y el cinearte, por un lado, y de la cultura popular por el otro.

Todos mis recuerdos son bonitos: el Campito, donde tomábamos tinto y comíamos pastel gloria; el precoro, dirigido por Misy, y el coro, por Amalia Samper; y la Facultad de Arte, el sitio mágico donde profesores como Umberto Giangrandi, Miguel Ángel Rojas, Nelly Rojas y Gloria Duncan me sacudieron con preguntas que indagaban en una identidad en ese momento borrosa y ajena.

Gracias a ellos, a su complicidad y audacia, comencé yo misma a construirla. Disfruté cada uno de los espacios que se me brindaban. Era feliz en las clases de dibujo, con los modelos desnudos ante nuestras hojas en blanco. Amé los talleres de serigrafía y grabado.

Y con Giangrandi, incisivo y provocador, coqueteé con temas del bajo mundo –hasta fui a un streptease de mala muerte buscando imágenes para mis grabados–. San Victorino, el arte kitsch, lo popular, lo esotérico y lo ecléctico se volvieron mi credo.

Fue en la Universidad donde encontré uno de los amores de mi vida, la cerámica, además de un par de novios. Estar en Los Andes definió en gran medida la manera creativa con que abordo la vida.

Tiempo después fui profe de cerámica y mucho después empecé a tocar con Atercios.  Mis compañeros eran una fauna muy especial: toda gente interesante, apasionada, rebelde y muy enfocada en encontrar lo mismo que yo buscaba, un camino hacia la incertidumbre excitante que es ser artista.

Una identidad, una estética, una paleta, un lenguaje, un medio de expresión; algo que decir y una técnica para decirlo. Lo mismo en lo que sigo hoy. De los tiempos universitarios recuerdo como una joya haber encontrado libros de Simone de Beauvoir y Virginia Wolf. El segundo sexo, La mujer rota, Una habitación con vista son hallazgos que te hacen repensar la condición de mujer. Conceptos como que el adorno femenino, tacones, uñas largas y corséts son herramientas para que caminemos más lento, respiremos menos y seamos menos hábiles con las manos reafirmaron en mí una cierta tendencia de búsqueda de otras feminidades, de otras maneras de vestirme y adornarme.

Una retrospectiva de Beatriz González que vi en el MAM cuando estaba en primero o segundo semestre me hizo fanática del pop colombiano, me acercó al objeto como soporte o fin del arte. Recuerdo sus muebles metálicos pintados con imágenes religiosas, sus cajas de chocolates y su baño de la Venus de Boticelli como una iluminación.

Luego tuve la gran suerte de tener por compañera a María Clara Dupuy y con ella empezar a jugar en el taller de cerámica, a pensar en objetos fabricados por mí, a comenzar un largo aprendizaje artesanal que marca desde siempre mi trabajo.   

Es inevitable relacionar el músculo creativo que allá desarrollé con toda mi carrera, tanto en la cerámica como en la música. Desde ese primer bar en La Candelaria que se llamaba Barbarie, donde pintamos puertas, sillas, mesas, paredes; donde la barra era una escalera volteada, con espadas de plástico y cadenas, todo dorado…, pasando por esa primera canción que escribí, de pura lanzada, de puro sentir que no hay que saber nada de técnica, solo hay que atreverse y tener algo que decir. 

Esa primera canción se llamaba El ángel trasboca y era la unión de la estética punk de Héctor Buitrago, a quien conocí por ese entonces, con mis influencias del art nouveau. Puedo hablar de vestimentas, afiches, videos y mil canciones más.

Y puedo también agradecer todas las experiencias, a todos los maestros, a los compañeros, a todas las monas y los monos (¿todavía se dicen así o eso es del siglo pasado?), a todos los que hicieron parte de mi paso por Los Andes 
 

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