Por: Esteban Restrepo Saldarriaga


En  Colombia,  desde  el  inicio  de  nuestra  vida  republicana,  hemos  marcado  nuestras  felicidades e infelicidades patrias con la expedición o la reforma de constituciones. Nuestro  recurso, casi obsesivo, a la reforma constitucional para enfrentar y solucionar crisis políticas  y  sociales  ha  determinado  que,  con  recurrencia,  se  haya  afirmado  que  somos  “fetichistas constitucionales”. Para algunos, el  fetichismo constitucional es una perversión política que  sirve para disimular la falta de voluntad o la incapacidad de las elites para transformar —con  acciones reales y no con meras normas que se expiden para quedarse en el papel— nuestras  estructuras  históricas  de  injusticia  y  exclusión  social  o,  aún  peor,  para  inmunizarlas  de  manera hipócrita1. En otros casos, el fetichismo constitucional no es visto como un vicio sino  como  un  gesto  político  y  afectivo  que,  a  partir  de  ideas  como  la  dignidad  humana,  la  autonomía  o  la  igualdad,  condena  estados  de  cosas  injustos,  transforma  significados  culturales  y  nutre  la  movilización  de  movimientos  sociales,  entre otros  efectos  de  la  creación, la transformación o la aplicación de normas constitucionales que no se miden en  términos de si ellas modifican, de manera causal, directa, e inmediata la “realidad” en la que  pretenden intervenir2

Finalmente, hay  quienes  cuestionan las  dos versiones anteriores  del  fetichismo  constitucional, llaman  a  un  análisis de las  reformas  constitucionales  desde  una  perspectiva que tenga en cuenta sus dinámicas distributivas y señalan que todo proceso de  reforma constitucional puede ser concebido como una especie de campo de batalla en el que  se  debate  la  distribución  de  variados  recursos  entre  actores  con  apuestas  y  aspiraciones  diversas y contradictorias y que debe evaluarse buscando establecer quiénes ganan y quiénes  pierden con las distribuciones puntuales que establece una específica reforma3.  

Esta discusión sobre nuestro fetichismo constitucional sirve para precisar que no es muy útil  evaluar  el  “éxito”  o  el  “fracaso”  de  una  constitución  tratando  de  establecer  y  verificar  relaciones de causalidad directa entre los objetivos perseguidos al expedirla y su realización  en la “práctica” o la “vida real”4. Por ejemplo, no sería muy sensato juzgar la efectividad de la  Constitución de 1991 —cuyo propósito fundamental consistió en lograr la paz— tratando de  establecer si, como consecuencia directa de su expedición y aplicación, Colombia es un país  en  paz  y  las  distintas  y  complejas  violencias  que  nos  aquejan  han  sido  desactivadas. 

Una  evaluación de esta clase decretaría su fracaso estrepitoso. Nuestra Constitución ciertamente  no puso fin al conflicto armado que ocurría al momento de su expedición como tampoco ha  desarmado  las  múltiples  guerras  que,  desde  entonces,  siguen  aquejando  a  Colombia.  Sin  embargo,  si se  abandona  esta perspectiva  causalista  e  inmediatista y  se  asume  una  aproximación analítica más compleja,  se descubre que, dados los múltiples  significados de  paz que abraza la Constitución  de  19915, esta  ha  “pacificado” imbricando  su lenguaje en la vida  cotidiana  del  país,  transformando  prácticas  institucionales de  modos  no  siempre  espectaculares,  creando  espacios  para la  organización  y movilización  social, ofreciendo  un  lenguaje para visibilizar y denunciar injusticias, entre otras formas de transformación que no  se miden con el  patrón de la causalidad directa6. No de  otro modo puede entenderse,  por  ejemplo, que la paz con las AUC y las FARC se haya podido negociar y pactar sin necesidad  de  expedir  una  nueva  constitución,  o  que  los  reclamos  del  Paro  nacional  estén  todos  planteados en términos de derechos constitucionales, así quienes los elevan no se refieran a  la  Constitución  de  manera  explícita.  Este modo  más  complejo  de  evaluación  no  conduce necesariamente  a  la  glorificación  de  una  constitución  o  equivale  a  una  invitación  a  no  reformarla  o  a no  sustituirla  por  una  nueva.  Más  bien,  intenta  mostrar  que  las  transformaciones  que  entrañan las  constituciones  “acontecen”  de  modos  y  en  lugares  diversos, a veces de forma espectacularmente inmediata y, más usualmente, de modo lento e  incremental y,  por ello, menos visible. A efectos de  su evaluación, no  solo debe mirarse  si una  constitución  transforma  y  determina  la  operación  de  las  grandes  instituciones  (congresos,  ejecutivos,  jueces,  órganos  de  control,  etc.) sino también  cómo es  usada, para  qué y por qué por las personas y los grupos sociales en sus interacciones, conflictos y luchas  más cotidianas7. Con una mirada de esta clase, es posible descubrir, simultáneamente, que  muchas de las promesas de la Constitución de  1991 están aún por cumplirse o incluso han  fracasado,  pero  también  que  ha  producido  transformaciones positivas que  incluso  la  Asamblea Nacional Constituyente jamás previó.  

El marco analítico que se ofrece en el párrafo anterior permite situar la pregunta sobre qué  papel ocupa la Constitución de 1991, tras treinta años de su expedición, en el contexto de las  actuales movilizaciones  sociales  que han  cuestionado,  con  gran  radicalidad,  algunos  de  nuestros  arreglos  sociales,  políticos,  económicos  y  culturales más  básicos.  De manera más  precisa,  este  ensayo  se  pregunta,  a  partir  de  ese  marco, si  una  constitución  que fue  el  resultado de una movilización social masiva que clamaba por la paz de Colombia y que fue  expedida  con  la  intención  explícita  de  restablecer  y  afianzar  esa  paz, sobrevive,  hoy,  la  prueba del tiempo y, en esa medida, es capaz de dar cabida a las demandas de las personas y  grupos que  han  salido  a  las  calles  para  demandar  transformaciones  fundamentales  en  las  instituciones y las estructuras sociales colombianas, y ofrece un espacio para tramitar el tipo  de conflictos que han surgido con ocasión del Paro nacional iniciado en noviembre de 2019. Pese a la ferocidad de algunos de los episodios de violencia que han acompañado la protesta  social de los últimos dieciocho meses, la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Ya lo dicho  hasta el momento, adelanta la idea de que nuestra constitución no solo supera la prueba de  los  tiempos presentes,  sino la prueba de los  treinta años  trascurridos desde  su expedición.  Esta conclusión coincide, en lo fundamental, con la intuición de una mayoría de analistas y,  en general, de la ciudadanía colombiana, de que, en la actual coyuntura social del país, no es  necesario un cambio de constitución, sino que la Constitución de 1991 sea, por fin, “aplicada” plenamente.  

Para comenzar, y en diálogo con la noción de fetichismo constitucional, este ensayo examina  cómo la prensa nacional y regional ha presentado la relación entre los reclamos elevados en  las movilizaciones ciudadanas  desde el inicio  del Paro nacional en noviembre  de 2019 y la  necesidad  de  reformar  la  Constitución  de  1991 o  de  convocar  una  asamblea  nacional constituyente.  Se  verá  que,  en  la  prensa  nacional  y  regional, se  ha  sostenido  mayoritariamente que la  atención  de muchos  de los  reclamos  que  han  elevado  quienes  se  movilizan no requieren la expedición de un nuevo texto constitucional sino la “aplicación” o  el  “cumplimiento”  de  la  constitución  vigente.  Mientras  que  algunos  han  sostenido  que  podría convocarse una asamblea nacional constituyente para modificar algunos aspectos de  la constitución vigente, muy pocos han  sostenido que esta debe ser derogada para expedir  una nueva. A continuación, el texto sostiene que, pese a su recurrencia, el clamor por que la  Constitución  de  1991  sea  “aplicada” ha  sido,  en  general,  planteado  con  gran  simplismo  e  invita a entender el llamado a su “cumplimiento” de un modo más complejo que incluya la  apropiación y el uso cotidiano del texto constitucional por personas y grupos sociales8.

Esta  idea  se  ilustra  mostrando  cómo  algunos  usos  y  apropiaciones  comunes  y  cotidianos  de  la  Constitución de  1991 —que  significan el  tipo  de  “cumplimiento” complejo  que este ensayo  defiende— han desestabilizado su talante “neoliberal”. Este cumplimiento “contraneoliberal”  del texto constitucional vigente permite avizorar formas alternativas de entender cómo, en  Colombia, las personas se relacionan con un modelo económico que, a juicio de algunos, es  monolítico  y  determina  una  precarización  socioeconómica  que  deja  a  la  gente  sin  posibilidades de resistencia. En efecto, hay quienes han señalado —de tiempo atrás y, hoy en  día, en el contexto del Paro nacional— que el “incumplimiento” de las promesas de igualdad  estructural  de  la  Constitución  de  1991  es,  en  gran  parte,  consecuencia  de  su  naturaleza  “neoliberal”.  Contrario  a  esta  idea,  el  ensayo  sugiere  que  dinámicas  como  la  “tutelitis”  en  materia  de  acceso  a  la  salud  son  formas  de  resistencia  a  la  dinámica  “neoliberal”  de  despolitizar las decisiones de política económica y de inmunizarlas frente a cualquier forma  de  deliberación  pública.  Ejemplos  como  este  mostrarían  que  la  constitución  colombiana  vigente  ha  sido  “cumplida”  en  una  medida  mucho  mayor  de  lo  que  están  dispuestos  a  aceptar quienes sostienen una versión simplista de la noción de “cumplimiento”.  

1. Protesta social y reforma constitucional: tres visiones
 
Desde noviembre del 2019, cuando se inició el Paro nacional, la prensa nacional y regional9,  en la voz de columnistas y editorialistas de diversas  tendencias políticas, ha planteado tres  visiones sobre la relación entre los reclamos de los manifestantes y la Constitución de 1991.  La  primera  posición10,  bastante mayoritaria,  señala  que,  para  atender  los  clamores  de  quienes se han movilizado pacíficamente, no es necesario convocar una asamblea nacional  constituyente  para  expedir  una  nueva  constitución11.  El  argumento  central  de  quienes  sostienen esta opinión señala que las protestas sociales que se han desarrollado en Colombia desde  noviembre  de 2019  son,  en  últimas,  un  reclamo  por  que la Constitución  de  1991  sea  “aplicada”, “cumplida”, “desarrollada” o, incluso,  “estrenada”. A su juicio, además de que el  Paro nacional es, en sí mismo, un desarrollo legítimo de varios de los derechos que garantiza  el  texto  constitucional  vigente12,  los  reclamos  de  quienes  protestan  son,  en  su  mayoría,  exigencias  de  implementación  de  derechos,  instituciones  y  mecanismos  de  participación  contenidos en la Constitución de  199113. Adicionalmente, estos analistas opinan que la  falta  de cumplimiento e implementación de aspectos clave del texto constitucional vigente es la  consecuencia de su captura por la clase política (fundamentalmente asentada en el Congreso  de  la  República)  que,  parádojicamente,  este  buscó  derrotar.  Esta  clase  política  no  solo  ha  minado la eficacia de la Constitución de 1991 a través de una serie de contrareformas lesivas  a  su  espíritu,  sino  que  ha  carecido  de  la  voluntad  política  necesaria  para  desarrollar  sus  aspectos  más  progresistas  y  transformadores.  Como  afirmó  el  ex  constituyente  y  senador  Iván Marulanda,  para “cumplir”, “aplicar” o “estrenar” la Constitución  de  1991 “lo  que hay  que  hacer… es  tener  un  poder  político  que  esté  de  acuerdo  con  esa  constitución,  que  la  quiera, que quiera desarrollarla, que la respete, la admire y se sienta identificado con ella”14.

Este grupo de analistas agregan a sus ideas un argumento de orden estratégico relacionado  con la inconveniencia de convocar una asamblea nacional constituyente en un contexto de  polarización política como el actual. Señalan que, hoy en día, a diferencia del consenso entre  fuerzas  políticas  que  sustentó  el  proceso  constituyente  de  1991,  una  asamblea  nacional  constituyente  podría  resultar  fácilmente  cooptada  por  fuerzas  políticas  que  lo  único  que  buscarían  sería  expedir  un  nuevo  texto  constitucional  a  la  medida  de sus  intereses y  que  podría usarse para eliminar o recortar los avances democráticos y los derechos garantizados  por  la  Constitución  de  1991. Aunque  algunos  de estos  analistas aceptan  que el  proyecto  constitucional  de  1991  requiere  algunas  reformas  (administración  de  justicia,  sistema  electoral,  régimen  territorial, mecanismos  de  democracia  participativa, entre  otras  cuestiones) que le permitirían desplegar todo su potencial transformador, aceptan que “esos  cambios  solo  puede hacerlos  una  nueva  clase  política”,  como  afirmó  el  ex  constituyente  y  senador  Iván Marulanda15.

Otro  sector  de este grupo  de analistas,  tal vez menos  pesimista  frente a la responsabilidad de la clase política tradicional en la falta de implementación de la  Constitución  de  1991,  ha  señalado que los  reclamos  del  Paro  nacional  pueden  tramitarse a  través  de  simples reformas legislativas  o,  si  ello  no  es  suficiente, a  través  de una  consulta popular  que  le  permita  a  la  ciudadanía  validar  el  paquete  de  reformas  sociales  más  significativas16

Una  segunda  posición,  sostenida  fundamentalmente  por  políticos  y  analistas  de  tendencia  liberal17, en general alaba el espíritu progresista y democrático de la Constitución de 1991 — y,  particularmente,  su  carta  de  derechos— pero  señala  falencias importantes  en  su  diseño  institucional  de  la  división  de  poderes  y  la  colaboración  armónica (destacan,  entre  otras  cuestiones, el excesivo presidencialismo, la contaminación clientelista de la administración  de justicia, el fracaso de los mecanismos de control político del Congreso sobre el ejecutivo y el marchitamiento del debate parlamentario). Como en el caso de la primera  tendencia de  análisis, este grupo de comentaristas estima que la clase política tradicional —representada  fundamentalmente  por  el  Congreso  de  la  República— ha  jugado  un  papel  central  en  el  fracaso  de  varios  aspectos  de  la  división de  poderes  diseñada por  el  texto  constitucional  vigente. Sin embargo, a diferencia de quienes representan la primera tendencia, consideran —planteando  una  idea  que  es  reminiscente  de  las  motivaciones  que  llevaron  a  Alfonso  López  Michelsen  a  proponer,  en  1977,  la  denominada  “Pequeña  constituyente”— que  el  único modo de evitar el poder de la clase política y hacer las reformas necesarias para que la  división  de  poderes  funciones  adecuadamente  es  convocar  una  asamblea  nacional  constituyente  con  un  mandato  limitado  a  modificar  los  aspectos  institucionales  problemáticos de la Constitución de 199118. Por ejemplo, Alfonso Gómez Méndez ha indicado  que los  defectos  de  la  división  de  poderes  establecida  en  el  texto  constitucional  vigente  podrían  solucionarse  con  la  convocatoria  de  una “pequeña  constituyente  para  tres  fines  a  nivel  de  las  altas  cortes:  la  paridad  de  género,  romper  los  nexos  con  el  poder  político  vía  nombramientos  y  establecer  un mecanismo —que no  sea  el  del  Congreso— para instituir  sus  responsabilidades penales, disciplinarias y políticas”19.

Por su parte, el ex ministro  Juan Fernando  Cristo,  al  inicio  del  Paro  nacional  en  noviembre  de  2019,  interpretó  las  movilizaciones sociales como una protesta contra instituciones demostradamente ineficaces  y  propuso  la convocatoria  de  una  asamblea  nacional  constituyente,  con  competencias  precisas y delimitadas, “para adecuar las instituciones a los desafíos del siglo XXI y avanzar  en  reformas  sociales  pendientes  por  décadas”20. Con  posterioridad,  Cristo  precisó  que  los temas puntuales de los que debería ocuparse esta asamblea serían las instituciones políticas  y  electorales, la  administración  de  justicia,  el  ordenamiento  territorial  y las  corporaciones  autónomas regionales21

La tercera posición, bastante minoritaria —y sostenida por políticos y analistas que se sitúan  a la izquierda y centroizquierda del espectro político22—, ha  señalado, antes y después del  inicio  del  Paro  nacional  en  noviembre  de  2019,  que  la  Constitución  de  1991  presenta  un  desgaste  que  hace  necesaria la  convocatoria  de  una  asamblea  nacional  constituyente  que  expida un nuevo texto constitucional. A finales de 2017, el senador Gustavo Petro señaló que,  de  resultar  electo  Presidente  de  la  República,  su  primer  acto  de  gobierno  consistiría  en  convocar un referendo para determinar la voluntad de la ciudadanía de elegir una asamblea  nacional  constituyente. En  su  opinión,  esta  asamblea,  “territorializada  y  pluralista”,  era  necesaria  para  hacer  “las  reformas  que  no  hizo  la  Constitución  del  91:  la  del  territorio,  la  reforma  a  la  salud,  la  educación,  la  Justicia,  la  Política  y  el  tránsito  hacia  una  economía  productiva”23. Sin embargo, justo antes de la segunda vuelta en la elección presidencial del  2018,  para  garantizar  el  apoyo  de  Antanas  Mockus  y  Claudia  López  a  su  candidatura,  se  comprometió  (en un acuerdo que quedó plasmado en unas  tablas en mármol), entre otras  cuestiones,  a  no  convocar  una  asamblea  nacional  constituyente  en  caso  de  ser  electo  Presidente24. Más  recientemente,  en  noviembre  de  2019, Daniel Quintero, tras  su  elección  como  alcalde de  Medellín,  propuso,  en  una  carta  dirigida  al  Presidente  Iván  Duque,  la  convocatoria  a  una  asamblea  nacional  constituyente.  Para  Quintero,  las  movilizaciones  sociales  del  entonces incipiente  Paro  nacional  ponían  de  presente  que  “Colombia  necesita  renacer”  y,  por  ello,  “una  asamblea  nacional  constituyente  es  el  camino” y  el  modo  de  “construir  con  esperanza  un  futuro  de  oportunidades  para  todos”.

Para  Quintero,  esta  constituyente  —que  hablaría  “el  lenguaje  de  las  regiones”,  “[resolvería]  la  polarización”  y  “nos [permitiría] encontrarnos como sociedad”— posibilitaría, por una parte, “construir una  agenda  que  mejore  la  educación,  la  salud,  la  justicia,  el  empleo  la  productividad,  la  movilidad y la participación política de todos los sectores sociales” y, de otro lado, “[cerrar]  definitivamente  el  conflicto  con  el  ELN  y  las  BACRIM”  y  “[llevar]  paz  a  todos  los  territorios”25. En  una  columna  reciente, Sara  Tufano  articuló  el  tipo  de  motivaciones  políticas  y  sociales  de  más  amplio  calado  que  estarían  tras  propuestas  de  renovación  constitucional  como  las  de  Petro  y  Quintero.  Tufano,  a partir  de  una  valoración  de  las  movilizaciones  sociales  del  2021,  que,  en  su  opinión,  son  “un  proceso  constituyente  que  trasciende  con  creces  el  del  91”  en el  que  “la juventud está  pidiendo a  gritos”  “las  grandes  reformas,  por  décadas  postergadas”,  plantea  una  crítica  muy  interesante  a  la  posición  sostenida por el primer grupo de analistas de que “la Constitución del 91 es perfecta y que  solo  hace  falta  cumplirla”.  A  su  juicio,  esta  opinión —“pocos  lugares  comunes  más  arraigados  en  el  imaginario  colectivo  que  ese”,  anota— “opera  simbólicamente  como  una  ‘vuelta al  redil’, el lugar cómodo del cual el establecimiento colombiano nunca ha querido  salir” y genera la dinámica de un “futuro que vuelve constantemente sobre sí mismo”. Para  Tufano,  el llamado  constante  a  “volver  a  ella  [la  Constitución  de  1991]”  equivale  a  una invocación  que  se  hace  para  conjurar  y despertar  “de  la  pesadilla  del  autoritarismo”26

Tufano sustenta su posición en lo que estima ha sido el fracaso de la Constitución de 1991 en  lograr  las  aperturas  políticas  y  democráticas  prometidas  por  el  proceso  constituyente  de  1989-1991 y, sobre todo, en consolidar la paz en Colombia. Sin embargo, su crítica no indica  por  qué  ni  siquiera  un  “cumplimiento”  del  texto  constitucional  vigente,  fundado  en  una  voluntad  política  seria,  sería  suficiente  para  dar  cabida  al  tipo  de  reformas  que,  en  su  opinión, son exigidas “a gritos” por los jóvenes de hoy en día.  

Aunque con variaciones y diferencias  (que, a primera vista, parecen irreconciliables), estas  tres  posiciones  son  manifestaciones  del  histórico fetichismo  constitucional  colombiano y,  particularmente, de esa forma de fetichismo que estima que las transformaciones sociales se  siguen, de  forma directa y causal, de las disposiciones constitucionales. La primera postura  se  aferra  a la Constitución  de  1991 como  un  fetiche  a  la  espera  de  que  su  potencial  transformador sea desencadenado por una nueva clase política dueña de una voluntad que,  de  una  buena  vez,  quiera  “cumplirla”  y  ponerla  en  marcha.  Cuando esto  ocurra,  la  Constitución  producirá,  por  fin,  las  transformaciones  y  promesas  por  tanto  tiempo  esperadas.

La segunda posición en realidad no dista mucho de la primera. La Constitución  de  1991  no  ha  producido  las  transformaciones  históricamente  anheladas  en  el funcionamiento  del  ejecutivo,  el  Congreso y la  rama  judicial,  entre  otras  instituciones,  porque sus normas a este respecto no son las adecuadas. Una vez se convoque una asamblea  nacional  constituyente  con  poderes  circunscritos  que  apruebe las  disposiciones  constitucionales apropiadas en materia de división de poderes, las instituciones colombianas  finalmente comenzarán a  funcionar en el sentido adecuado. Por último, la tercera posición expresa el más fetichista de los fetichismos constitucionales. Quienes la sostienen no solo se  aferran a la idea de que el clamor de la calle encuentra solaz en la innovación constitucional  radical —las movilizaciones  sociales  son un “momento  constituyente” conforme  al  cual  el  modo de transformar la realidad en el sentido expresado por quienes se manifiestan en las  calles  es  expedir  normas  constitucionales  que  “ordenen”  que  esas transformaciones  se  produzcan— sino  a  esa  especie  de magia  transformativa  que  surge  de  redactar  una  nueva  constitución en un  proceso  en  el  que  el futuro  se  diseña  y se  construye  en  el  hoy  de  una asamblea nacional  constituyente (es  interesante  que  Sara  Tufano,  por  ejemplo, critique  a  quienes sostienen la primera posición por implicar la idea de un “futuro que vuelve sobre sí  mismo” sin  darse  cuenta  que  su llamado  a  convocar  una  asamblea  nacional  constituyente  que de verdadera cuenta de los reclamos que los jóvenes piden “a gritos” no es otra cosa que  un intento por capturar y amalgamar el futuro en el crisol incandescente del presente de un  proceso constituyente).  

En  mi  opinión,  el  reto  fundamental  que  plantea la  relación  entre  la constitución y  el profundo desasosiego e insatisfacción social por el que atraviesa Colombia desde  finales de  2019 es cómo puede  ser  pensada  con algo  de originalidad en  el contexto de  un  fetichismo  constitucional  que,  en  todas  sus  versiones, sigue  esperando,  de  uno  u  otro modo,  que las  transformaciones  sociales  se  sigan,  de  manera  causal  y directa,  de  las  reformas  constitucionales. Como se señaló al inicio de este texto, el cambio constitucional, sin lugar a  dudas,  produce cambios  sociales —incluso  en  el  sentido  de  contribuir  a  la  modificación  radical de estructuras sociales que producen  formas de desigualdad y exclusión social muy  agresivas— pero de un modo mucho menos visible y espectacular de lo que lo suponen las  formas más  comunes  del  fetichismo  constitucional  que  circula  en  Colombia.  La  voz  de  la  constitución  no  está  monopolizada  por  ninguna  institución  pública  (ni  siquiera  la  Corte  Constitucional)  ni  por  ningún  actor  social  y  político  en  particular.  En  nuestro  país,  el  significado  de  la  Constitución  de  1991  es  una  cacofonía  de  voces  que  le  dan  significado  a  partir de su uso en una vida cotidiana que ocurre simultáneamente en los altos lugares del  gobierno y la política, en los movimientos sociales que salen a las calles, en las interacciones  ciudadanas  del  día  a  día e,  incluso,  en  los  más  íntimos  recodos de  lo  privado. Esa  combinación  de  discursos y  apropiaciones  de la  constitución  complejiza,  como  se vio más  arriba, el análisis de la relación entre las normas constitucionales y los cambios sociales que  ellas determinan.  

2. El “cumplimiento” de la Constitución de 1991 en un contexto “neoliberal” 

En  el  momento  histórico  actual,  uno  de  los  modos  de  dar  cuenta  de  esta  complejidad  analítica es tomarse en serio al menos parte de la primera visión en torno a la relación entre  las  peticiones que  se  han  elevado  en  las  movilizaciones  sociales  del  Paro  nacional  y  la  vigencia  de  la  Constitución  de  1991.  Por  una  parte,  este  grupo  de  analistas  sostiene,  con  razón, que no es necesaria ni la derogatoria ni una reforma radical de la constitución vigente  para atender los  reclamos de quienes  se han movilizado en Colombia desde noviembre de  2019. De otro lado, han sostenido que lo que se requiere es una verdadera voluntad política  que  “cumpla” la  Constitución  de  1991.  Esta  última  afirmación  es  la  que  debe  someterse  al  tipo de visión analítica más compleja que se ha sostenido en este ensayo. Para comenzar, la  idea de “cumplimiento” de la Constitución de 1991 no consiste en asegurar que, una vez que  una nueva clase política asuma esta tarea y despliegue la voluntad política para ponerla en  marcha,  las  transformaciones  deseadas  se  producirán  como  efecto  causal  y  directo  de  esa 
voluntad. “Cumplir” la constitución, como aquí se ha sostenido, es un proceso incremental,  fruto del modo en que las instituciones públicas y las personas se apropian y usan el  texto  constitucional para los más  diversos  propósitos27.

En este  sentido, el  “cumplimiento”  de la  Constitución de 1991 no es una cuestión que pueda “medirse” exclusivamente a partir de los  actos  oficiales  —legislativos,  ejecutivos  y  judiciales— que  la  desarrollan.  A  estos sería  necesario agregar una multitud de significados sociales y de apropiaciones ciudadanas que  determinan acciones individuales y colectivas que determinan un “cumplimiento” cotidiano  de la constitución. Incluso si ese “cumplimiento” del texto constitucional vigente se redujera  a  su  mera  dimensión  oficial,  es  innegable  que  este  ha  tenido  un  desarrollo  normativo  extenso y  robusto que  se  refleja en una multiplicidad de leyes, actos ejecutivos,  sentencias  judiciales  y  otros  actos  estatales (entre  los  que la  extensa  jurisprudencia  de  la  Corte  Constitucional un lugar muy destacado). Una cuestión bien distinta es la evaluación que se  haga sobre la conveniencia o la corrección de estas distintas formas de “cumplimiento” de la  Constitución de 1991, lo cual depende, en gran medida, de la perspectiva teórica e ideológica  de quien evalúa.  

Estas  ideas  sobre  el  “cumplimiento”  más  complejo  de  la  constitución  colombiana  vigente  pueden ilustrarse con un ejemplo relevante a la luz de los  reclamos y las dinámicas de las  movilizaciones sociales del Paro nacional iniciado en noviembre de 2019 y que tiene que ver  con el potencial de la Constitución de  1991 para  sustentar  reformas que promuevan mayor  igualdad  de  oportunidades  en  el  acceso  a  bienes  sociales  básicos como  la  educación  y  la  salud  y  una  distribución más justa  e inclusiva  de la  riqueza  en Colombia.  Este  ejemplo  es  aún más provocativo e ilustrativo si se desarrolla a la luz del argumento —frecuentemente  planteado  por  el  grupo  de  analistas  que  sostienen  que  la  Constitución  de  1991  debe  ser  reemplazada por un nuevo texto constitucional que acoja verdaderamente los reclamos del  Paro  nacional— de  que  el  carácter “neoliberal”  de  la  Constitución  de  1991  es  uno  de  los  obstáculos  fundamentales  para el  logro  de una verdadera igualdad  estructural  en  nuestro  país.  

La  exploración  del  potencial  igualitario  y  redistributivo  del  texto  constitucional  vigente,  teniendo como  telón de  fondo la acusación de  que la Constitución de  1991 es  “neoliberal”,  debe comenzar por precisar, aunque sea someramente, qué se entiende por “neoliberalismo”  en  este  debate.  Nótese  que,  en  este  texto,  he  usado  el  término  “neoliberalismo”  entre  comillas,  precisamente  para  indicar  que  su  significado  es  objeto  de  controversias  y  disputas28.  Una  primera  versión,  bastante  común, de  lo  que  este  término  significa  en  el  debate  constitucional  colombiano plantea,  de  manera  sintética,  que  la  constitución  colombiana  vigente  es  “neoliberal”  porque  determina  dinámicas  de  “mercantilización”  de  derechos  como  la  educación  o  la  salud29

Una  segunda  postura,  planteada  por  algunas  autoras con gran sofisticación teórica y conceptual, ha mostrado cómo, desde finales de los  años 80 e inicios de los 90 las constituciones latinoamericanas —entre las que se destaca la  colombiana  de  1991— establecieron  instituciones  propias  del  “neoliberalismo”  que,  luego,  han  sido  desarrolladas  por  leyes,  políticas  públicas  y  sentencias  judiciales.  Por  ejemplo,  Helena  Alviar ha  destacado  que  los  rasgos  “neoliberales”  de  las  constituciones  latinoamericanas  radican,  entre  otros  elementos, en la  desregulación  y  privatización  de la  economía,  la  liberalización  del  comercio  y  la  industria,  la  protección  de  la  inversión  extranjera,  los  programas  de austeridad  fiscal  y  la  participación  del  sector  privado  en  la  prestación  de  servicios  públicos30

Sin  embargo,  Alviar  da un  paso  adicional  e  indica  que,  más allá de las instituciones específicas “neoliberales” que se plasmen en una constitución, la  característica  fundamental  de  lo  que  denomina  “neoliberalismo autoritario”  es  la  inmunización de esas instituciones a cualquier forma de debate democrático, entregando su  operación a organismos de orden tecnocrático —como las agencias reguladoras y los bancos  centrales— cuyos  procesos  decisorios  no  responden  a  formas  mínimas  de  deliberación  pública  democrática.  En  este  sentido,  el  “neoliberalismo  autoritario”  tiene  como  consecuencia  que  la  “ortodoxia  neoliberal”  aparezca  como  la  única  opción  de  política  económica  posible  para  las  autoridades  públicas31.

Sin  embargo,  en  otros  textos Alviar  ha  señalado cómo el “neoliberalismo” no ha sido el único modelo económico que han adoptado  las constituciones latinoamericanas. En su opinión, las distintas visiones históricas sobre el  desarrollo  económico  que  han  circulado  en  la  región  han  determinado  diversos  modelos  económicos constitucionales: el modelo “neoliberal”, el modelo del Estado social de derecho  que combina elementos de “neoliberalismo” con  formas de impulso estatal del desarrollo y  modelos constitucionales que asumen aspectos de la teoría de la dependencia32.  

Un  punto  crucial de los  argumentos  de Alviar es  que, más  allá  de la  opción  por  un  cierto  modelo  constitucional  de  la  economía,  el  rasgo  latinoamericano  distintivo  es  el  recurso  obsesivo  a  la  constitución  para  garantizar  las  promesas  de  bienestar  que  cierta  visión  del  desarrollo supuestamente está llamada a realizar. A su juicio, “depositar tanta fe en el poder  del derecho constitucional explica en parte por qué muchas de las promesas contenidas en  los  textos  [constitucionales]  han  sido  esquivas  tanto  para  la  izquierda  como  para  la  derecha”33

Esta  afirmación,  que,  en  muchos  aspectos,  se  asemeja  a  las  ideas  sobre  el  “fetichismo constitucional”  que  se han  defendido en este ensayo, está acompañada  por  un  llamado a un tipo de análisis más complejo —en algo parecido al que aquí se ha propuesto— de las consecuencias esperadas de una reforma constitucional. Para Alviar, la frustración por  el  incumplimiento  de  las  promesas  de  las  constituciones  en  materia  económica  suele  provenir  de  “hacer  caso  omiso  a  las  interacciones  entre  disposiciones  contradictorias  del  mismo texto [constitucional] y a las relaciones entre este y otros regímenes legales como la  propiedad,  el  derecho  de  sociedades,  el  comercio  y  el  derecho  de  familia”34. Este  tipo  de  análisis, determinaría, sin duda, una comprensión más rica y compleja de lo que significa y  está en juego en el “cumplimiento” de una constitución.  

Las  ideas  de  Helena  Alviar  permiten  señalar que,  en  materia  económica,  los  textos  constitucionales  no  establecen  modelos  cerrados  y  monolíticos  que  aseguren  que  las  promesas que establecen van a realizarse, en una relación de causalidad directa, de manera  inmediata. Por el contrario, ellos incurren en contradicciones y vacíos que, en muchos casos, 
dan  lugar  a  dinámicas  de  “cumplimiento”  constitucional  cuyas  consecuencias  son  difícilmente  previsibles  por  sus  redactores. Esta  forma  de concebir  la  relación  entre  los  textos  constitucionales y  la  economía se  aproxima  a  un  tercer  modo  de  entender  el  “neoliberalismo”, particularmente útil para dar cuenta del modo en que la Constitución de  1991  ha  sido  “cumplida”  en  un  contexto  “neoliberal”.  Quienes  defienden  esta  posición,  entienden que el capitalismo contemporáneo es, como indica Laura Quintana, un “régimen  heterogéneo” que  articula  “prácticas  fordistas  y  posfordistas,  ‘pericapitalistas’,  así  como  neoliberales  y  asistencialistas”35.  Esta  mezcla  de  elementos  determina  que,  hoy  en  día,  el  capitalismo  sea  un  modo  de  producción  contradictorio  y  fracturado  que,  si  bien  oprime,  precariza,  subordina  y  excluye,  también  ofrece,  en  los  resquicios  de  sus  inconsistencias  y  fracturas,  oportunidades  importantes  para  la  resistencia  y  la  subversión  de  sus  propias  lógicas  y  prácticas. Como  bien  señala  Quintana,  “en  medio  de  esta  heterogeneidad  [del  capitalismo contemporáneo]  (de prácticas,  tecnologías, espacios y  temporalidades) pueden  formarse  capacidades  que  alimentan  el  impulso  a  la  acumulación,  pero  también  pueden  emerger  tensiones  que  lo  desvían,  lo  traicionan  oblicuamente  o  lo  contestan  enfáticamente”36.  

A propósito de estas  formas de  resistencia, Rocío Zambrana —basada en algunas ideas del  ensayista y poeta puertorriqueño Guillermo Rebollo Gil— ha caracterizado algunos modos  de  subversión  del  capitalismo  contemporáneo  como  un  “pasarse  políticamente”.  Estos consisten  en  formas  “precarias”  de  protesta  que  determinan  “una  interrupción  de  la  ‘violencia  de  la  vida  cotidiana’  que  ofende”37.  En  mi  interpretación  de  Zambrana,  estas  manifestaciones  subversivas  son  precarias  porque  no  son  acciones  revolucionarias  que  buscan  derrocar,  de  una  vez  y  por  todas, un  régimen  político,  económico  y  social  que  se  estima  opresivo  para  reemplazarlo  por  otro  supuestamente  más  justo  e  incluyente.  Por  el  contrario, estas acciones —que, ciertamente, generan incomodidad y buscan hacer visibles  los modos de opresión, precarización y exclusión del capitalismo contemporáneo— muchas  veces ni siquiera son reconocidas como formas de protesta y, por ello, son juzgadas como un  “fracaso”.  Aunque,  en  muchas  oportunidades,  los  actos  de  resistencia  que  se  “pasan  políticamente”  son interpretados  como  descabellados, inútiles  o incomprensibles, lo  cierto  es que ellos “son protesta en el sentido más propio” puesto que lo que hacen es interrumpir  una  vida  cotidiana  que  se  presenta  como  obvia  y  justa38.  Quienes  resisten  “pasándose  políticamente”  son  sujetos  “fracasados”  de  las  demandas  de  productividad  y  autonomía  económica  del  capitalismo  contemporáneo  que,  con  sus  protestas,  no  solo  exponen,  denuncian  y  desnaturalizan las  formas  en  que  este  modo  de  producción  subordina  y  precariza, sino que, además, hacen visibles formas de vida alternativas que no se acogen a las  exigencias capitalistas de nuestros días39

Este marco es útil para comprender cómo la Constitución de  1991, pese al “neoliberalismo”  de  algunas  de  sus  instituciones,  también  ha  alentado  procesos  y  dinámicas  de  clara  contradicción  y  resistencia  a  formas  de  precarización  y  de  exclusión  típicamente  “neoliberales”.  Aunque  el  texto  constitucional  vigente  ciertamente  presenta  rasgos  muy  característicos de lo que Helena Alviar llama “neoliberalismo autoritario”, también contiene  instrumentos e instituciones cuyo uso histórico ha determinado una politización de modelos  y  decisiones  económicos  que,  bajo  un  modelo  puro “neoliberal”,  serían  supuestamente  inmunes  a  cualquier  forma  de  deliberación  política.  Así,  junto  a  las  instituciones  propiamente “neoliberales” cohabitan otras que, de manera explícita o implícita, contradicen  los  postulados  del  “neoliberalismo”:  la  noción  de  que  Colombia  es  un  Estado  social  de  derecho,  la idea  de  un  “mínimo  vital”  que  se  satisface  a  través  de  derechos  económicos  y  sociales (eso sí, cuya realización, en muchos casos, se satisface a través del mercado y con la  participación del sector privado), el mandato a las autoridades públicas de garantizar que la  igualdad  sea  “real  y  efectiva”  (designado  por la  Corte  Constitucional  como la  “cláusula  de  erradicación  de las injusticias  presentes”40), la  posibilidad  de  recurrir  a la  acción  de  tutela  para  exigir  la  satisfacción  de  derechos  que  requieren  erogaciones  presupuestales  y  la  consulta  previa a  comunidades  étnicas,  entre  otros  rasgos  de  la  Constitución  de  1991  que  tienen  el  potencial  de  interrumpir  las  demandas  “neoliberales”. Cuando  las  personas  se  apropian y usan el texto constitucional aprovechando las fracturas que produce este choque  entre las fuerzas del “neoliberalismo” y aquellas que se les oponen —ambas garantizadas por  una  misma  constitución— surgen,  en  ocasiones,  resistencias  que  podrían  caracterizarse,  parafraseando  a  Rocío  Zambrana,  como  un  “pasarse  jurídicamente”.  Este modo  constitucional  de  protesta  jurídica puede  ilustrarse,  entre  otros  ejemplos,  con  el  uso  intensivo  de  la  acción  de  tutela  para  garantizar  el  derecho  a  la  salud y  que  algunos  denominan “tutelitis” en salud.  

En  Colombia,  el  derecho  fundamental  más  litigado  y  reclamado  a  través  de  la  acción  de  tutela es la  salud. Aunque,  originalmente,  esta acción no  podía  ser utilizada  para  proteger  este derecho, pronto la Corte Constitucional permitió —primero a  través de la  teoría de la  conexidad  entre  derechos  económicos,  sociales  y  culturales  y  derechos  fundamentales  y,  luego,  transformando  la  salud  en  un  derecho  fundamental41— que  la  ciudadanía  la  usara  para controvertir las  fallas y exclusiones del sistema de salud. El uso intensivo de la acción  de  tutela  para  reclamar  el  derecho  a  la  salud  generó  lo  que  muchos—en  términos  generalmente  despectivos— han  denominado  la  “tutelitis”  en  salud,  para  referirse  a  un  fenómeno  que,  en  su  opinión,  pone  en    jaque  la  racionalidad  económica  que  sustenta  la  posibilidad de que a este derecho pueda acceder equitativamente, y con niveles mínimos de  calidad,  el  mayor  número  de  personas  en  Colombia. 

Bien  podría  decirse  que  la  demanda  sistemática  de  servicios  y  prestaciones  de  salud  a  través  de  la  acción  ha  operado  en  el  corazón de lo que, en las versiones más extendidas del “neoliberalismo”, se ha denominado  la  “mercantilización  de  los  derechos”  y  su  transformación  en  “negocio  y  codicia”,  y  ha  determinado una forma de politización de un espacio de la política social y económica que,  para algunos analistas, debería decidirse exclusivamente a través de mecanismos inmunes a  la deliberación pública. Sin embargo, los modos de politización que entraña la “tutelitis” en  salud  no  constituyen  una  forma  de  protesta  popular  liderada,  organizada y dirigida,  de  manera  consciente,  a  controvertir  y  transformar,  desde  una  perspectiva  estructural,  el  sistema de seguridad social en salud. Bien por el contrario, ellos estarían caracterizados por una precariedad  que  los  acercaría al  tipo de  protesta  que,  como  se  vio  más  arriba,  Rocío  Zambrana ha denominado “pasarse políticamente”—solo que, en este caso, significarían un  uso  o  una  apropiación  precarios  del  derecho  constitucional que darían  lugar  a  un “pasarse  jurídicamente”.  

En primer lugar, las personas que  recurren a la acción de  tutela para acceder a  servicios y  prestaciones básicas de salud son sujetos precarios en términos de la lógica de mercado que,  supuestamente,  gobierna  al  sistema  de  seguridad  social  en  salud  colombiano.  Su  comportamiento  jurídico —su  invocación  de  derechos  constitucionales— incomoda  a  esa  lógica por  razones diversas: exigen aquello que el mercado no provee, obligan a que se les  provea aquello a lo que podrían acceder si contaran con recursos para entrar al mercado de  los  seguros  privados  de  salud  o  de  la  medicina  prepagada y,  en  otros  casos,  simplemente  señalan  las  fallas  de  un  mercado  que,  sin  necesidad  de  recurrir  al  poder  de  los  jueces,  debería  proveerles  las  prestaciones  y  servicios  de  salud  más  básicos. 

De  otra  parte,  estas  actuaciones  judiciales  individuales  han  sido  criticadas  por  carecer  de  racionalidad  económica  y  producir  un  impacto  fiscal  de  tal  magnitud  que  arriesga  la  posibilidad  de  satisfacer con equidad unos mínimos colectivos del derecho a la salud. Lo interesante de los  argumentos  de  orden  fiscal es  su  indicación  del  otro  tipo  de  precariedad  que,  según  Zambrana,  suele  caracterizar  a  las  protestas  que  se  “pasan  políticamente”  (o  “jurídicamente”):  quienes  protestan  de  este  modo  no  garantizan  necesariamente  ni  su  liberación particular ni la de otras personas que estarían en sus mismas circunstancias; por  el contrario, sus acciones bien podrían volverse en su contra y empeorar, de alguna forma, la  situación  vital  por  la  que  protestan42. Aunque  es  ciertamente  dudoso  que  la  “tutelitis”  en  salud  haya  producido  transformaciones  estructurales  de  envergadura  en  el  sistema  de  seguridad  social  en  salud —y,  tal  vez,  en  muchos  casos,  ha afectado  más  a  los  litigantes individuales  de  lo  que  los  ha  liberado— ha  sido  un  constante  protestar  que  se  “pasa  jurídicamente”: es una incomodidad (incluso una ofensa) para las lógicas  “neoliberales” en  que se funda la realización del derecho a la salud en Colombia; es una especie de “ruido” en  el  corazón  del  sistema  económico  que  diseña  la  Constitución  de  1991  que,  a  partir  de  sus  fracturas e inconsistencias, ha expuesto y denunciado el modo en que excluye y precariza a  quienes  no  son leídos  por las lógicas del  capitalismo de nuestros  tiempos. En los intentos  por  acallar  ese  “ruido”,  las  autoridades  públicas —que,  tal  vez,  en  otras  circunstancias, hubiesen preferido no ceder a este modo de politizar la economía— se han visto obligadas a  hacer algunas reformas —casi siempre en los márgenes del sistema— que, supuestamente,  mejoran el acceso de las personas al derecho a la salud.  

Desde noviembre de 2019, cuando se inició el Paro nacional, la Constitución colombiana de  1991 ha estado en las calles. De eso no tengo dudas. En ese estar en las calles, nuestro texto  constitucional  ha  sido  “cumplido”,  la  mayoría  de  las  veces  de  modos  que  no  siguen  sus  preceptos  de  manera  causal  y  directa,  sino  en  gestos  que,  al  apropiarse  de  él  y  usarlo,  denuncian precarizaciones y exclusiones que transcurren en la vida cotidiana y que, por su  cotidianidad,  no  tienen la  espectacularidad  y  visibilidad —la  dimensión  traumática43— de  otras  formas  de  opresión.  Este  fenómeno,  sin  embargo,  no  es  una  novedad.  Desde  su  expedición, la Constitución de 1991 ha sido usada y “cumplida” sin cesar. Algunas veces para  para producir transformaciones inimaginadas por quienes la redactaron (la despenalización  de  la  dosis  personal,  el  matrimonio  y  la  adopción  igualitarios,  la  despenalización  —por  ahora  parcial— del  aborto,  entre  otras), perseguidas  por  grupos  y  colectivos  altamente  organizados. Pero, casi todo el tiempo y la mayoría de las veces, por personas que intentan  rehacer  sus  vidas  en  medio  de  la  destrucción  lenta  y  cotidiana  propia  del  capitalismo  contemporáneo  y que,  desde  su  precariedad  y  con  precariedad  de medios,  se  han  “pasado  jurídicamente”.  

* Profesor asociado, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes. Agradezco a David Santiago Torres Miguez,  estudiante  de  la  Facultad  de  Derecho  de  la  Universidad  de  los  Andes,  por  su  excelente  asistencia  de  investigación. 
1Véase Valencia Villa 2010. 
2 Véase Lemaitre 2009. 
3 Véase Alviar y Jaramillo 2012.  
4 Véase Lemaitre 2009. 
5 Véase Lemaitre 2011. 
6 Cf. Lemaitre 2009. 
7 Cf. Lemaitre 2009. 

8 Cf. Lemaitre 2009.  
9 Recurro  a  la  prensa  nacional  y  regional  porque  plantea,  de  manera  muy  directa  e  inmediata,  el  sentido  del  debate público que, desde noviembre de 2019, se ha producido sobre la relación entre la Constitución de 1991 y  los reclamos de los distintos sectores sociales que han participado en el Paro nacional. Por supuesto, todos estos  debates pueden profundizarse en términos mucho más especializados de política y derecho constitucional.  
10 Esta posición ha  sido  sostenida,  fundamentalmente, por quienes participaron en el proceso constituyente de  1991. Así  han  opinado,  con  diferencias  y matices,  ex  constituyentes  como Antonio  Navarro,  Fernando Carrillo,  Eduardo Verano de la Rosa, Iván Marulanda, Jaime Fajardo, María Teresa Garcés y Aída Avella, y ex integrantes  del gobierno del Presidente César Gaviria como Humberto de la Calle. Una excepción a esta tendencia es la del ex  constituyente Jaime Castro quien, recientemente, planteó la necesidad de una nueva constitución para Colombia. 
11 Esta posición coincide con los resultados de la encuesta realizada por Cifras y conceptos para la Universidad del  Rosario  y  El  tiempo con  ocasión  de  los  30  años  de  la  Constitución  de  1991.  En  efecto,  solo  18,8%  de  los  encuestados  manifestó  que  esta  debía  ser  reformada  o  sustituida  por  un  nuevo  texto  constitucional.  El  81,2%  restante  indicó  que  la  constitución  vigente  debía  ser  simplemente  “cumplida”.  Véase  https://www.eltiempo.com/politica/colombianos-quieren-que-se-cumpla-la-constitucion-600708.
12 Por  ejemplo,  representantes  del  Comité  nacional  de  paro,  en  una  audiencia  pública  en  el  Senado  de  la  República el  6  de mayo  de 2021,  sostuvieron  que  “en la calle lo  que  se está exigiendo es el cumplimento  de la  Constitución”.  Véase  https://senado.gov.co/index.php/prensa/noticias/2570-dialogo-amplio-nacional-en audiencia-publica-sobre-situacion-de-orden-publico-en-colombia.  En  un  sentido  similar,  en  un  vídeo  de  la  sección “Política” de El espectador del 20 de mayo de 2021 se afirma que, hoy en día, “la Constitución está en las  calles”  y  que  la  juventud  “quiere  usar  la  Constitución  de  1991  a  plenitud”.  Véase  
https://www.elespectador.com/politica/de-la-constituyente-de-1991-al-paro-nacional-de-2021-el-poder-de-la juventud-en-colombia/. 
13 Por  ejemplo,  el  ex  constituyente  y  ex  procurador  Fernando Carrillo  opinó  que la Constitución  de  1991  “es la  constitución más  progresista  y  garantista  de  América  Latina”  y  “es  tan  suficientemente  democrática,  amplia  y  participativa, garantista en materia de derechos, que no necesita ser reformada”. A su juicio, “no hay problema de  todos los que están en la calle que escape a la constitución”. Véase https://www.elespectador.com/politica/las 
conquistas-que-la-calle-pide-ya-estan-en-la-constitucion-exconstituyente-fernando-carrillo/. 14 Véase  https://www.elespectador.com/politica/una-nueva-carta-magna-no-cambia-por-si-sola-nada exconstituyente-ivan-marulanda/. 
15 Ibid.
16 Esta ha sido la posición del ex constituyente y ex procurador Fernando Carrillo. En su opinión, “esta es la hora  de  los  acuerdos,  de  los  pactos,  de  los  consensos  —independientemente  de  lo  divididos  que  estemos— para  lograr, mediante el camino específico de una consulta popular, ese paquete de reformas sociales que necesitamos  los  colombianos”.  Véase  https://www.elespectador.com/politica/no-podemos-ser-inferiores-a-lo-que-dice-la 
calle-fernando-carrillo/. 
17 Por razones que no se relacionan con el Paro nacional, el Centro Democrático propuso, en agosto de 2020, tras  la orden de detención domiciliaria al ex presidente Álvaro Uribe por la Corte Suprema de Justicia, convocar una  asamblea  nacional  constituyente  para  reformar  la  administración  de  justicia.  En  esta  oportunidad,  esa  colectividad  política  volvió  a insistir  en la  necesidad  de  crear  una  corte  única  y  en  reformar  a  profundidad la  Jurisdicción  Especial  para  la  Paz.  Véase  https://www.semana.com/semana-tv/semana-el 
debate/articulo/constituyente-propuesta-por-el-uribismo-si-o-no/693869/. 
18 En  un  par  de  columnas  en El  tiempo de  abril  y  junio  de  2021,  Carlos  Caballero  Argáez  planteó  que la  crisis  derivada de la pandemia y el Paro nacional  “no  tiene precedente en nuestra historia” y requiere que el  “Estado  (colombiano)  de  papel”  se  transforme  en  un  “Estado  con  varillas  de  acero”  que  emprenda  “reformas  institucionales  y  económicas  que  den  vida  al  nuevo  país”.  Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/carlos-caballero-argaez/columna-de-carlos-caballero-argaez 
sobre-la-transformacion-del-estado-576486. También indicó  que la  crisis  actual  requiere  de un  nuevo  contrato  social  que  dé  cuenta  de  necesidades  sociales  que  deben  ser  “auscultadas”  a  través  del  Congreso  y  el  proceso  electoral  de  2022.  Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/carlos-caballero-argaez/columna-de carlos-caballero-sobre-un-nuevo-pacto-politico-y-social-593756.  Aunque  Caballero  diagnostica  una  crisis  social  sin precedentes, no deja en claro  si el mecanismo que conduciría a la construcción del  “Estado con varillas de  acero”  y  al  diseño  e implementación  del  nuevo  contrato  social  sería  una  asamblea  nacional  constituyente  o  el  recurso a los procesos legislativo y de reforma constitucional establecidos en la Constitución de 1991.  19 Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonso-gomez mendez-sobre-la-reforma-del-estado-543079.  Ver  en  un  sentido  similar  https://www.elnuevodia.com.co/nuevodia/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/467722-la constituyente-es-el-camino;  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonso-gomez-mendez-sobre-la-constitucion-601254.  Con  posterioridad  a  su  propuesta  de  una  “Pequeña  constituyente”, Gómez Méndez parece hacer cambiado de opinión. En una columna en El tiempo del 23 de marzo  de  2021, llamó  a  “dejar  quieta” la  Constitución  de  1991  frente  a la  “borrachera  reformista”  a la  que  suele  estar  sometida.  Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonsogomez-sobre-la-constitucion-y-la-estabilidad-politica-575592.  Uno  de  los  puntos  más  interesantes  que  Gómez  Méndez ha sostenido en sus columnas sobre la reforma constitucional en Colombia —y que vale la pena resaltar  porque contradice las narrativas más comunes sobre el origen de la Constitución de 1991 y sobre la relación entre  el  Paro  nacional  y la  necesidad  de derogar  o  reformar  el  texto  constitucional  vigente— es  que las  situaciones  sociales y políticas extremas y dolorosas por las que atravesó el país a finales de los años 80 y por las que atraviesa  hoy en día no son “culpa” de una constitución: ni la de 1886 ni la de 1991.  
20 Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/juan-fernando-cristo/a-cambiar-las-instituciones columna-de-juan-fernando-cristo-443166. 
21 Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/juan-fernando-cristo/a-cambiar-las-instituciones-ii columna-de-juan-fernando-cristo-447514. 
22 El ex constituyente Jaime Castro parece ser una excepción. Recientemente, señaló la necesidad de expedir una  nueva  constitución a  través  de  una asamblea nacional  constituyente. A  partir  de  una equivocada  comparación  con el actual proceso constituyente chileno, su argumento —pese a la aparente radicalidad de su llamado a que  se expida una nueva constitución— termina siendo similar al del segundo grupo de analistas: el Congreso de la  República  jamás  emprenderá  las  reformas  que,  con  urgencia,  demandan  la  administración  de  justicia  y  la  organización  territorial  del  Estado  y,  por  ello,  la  convocatoria  a  una  asamblea  nacional  constituyente  es  necesaria.  Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/jaime-castro/necesitamos-una-nueva 
constitucion-columna-de-jaime-castro-613186. 
23 Véase  https://www.eltiempo.com/politica/partidos-politicos/gustavo-petro-y-uribismo-han-coincidido-en una-constituyente-526186. 
24 Véase https://colombiacheck.com/investigaciones/la-voltereta-de-petro-con-la-constituyente.
25 Véanse  https://www.eltiempo.com/colombia/medellin/daniel-quintero-le-propone-a-duque-crear-una asamblea-constituyente-436854;  https://www.larepublica.co/economia/colombia-necesita-renacer-una asamblea-nacional-constituyente-es-el-camino-daniel-quintero-2936644. 
26 Véase  https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/sara-tufano/andar-constituyente-columna-de-sara tufano-593208.
27 Cf. Lemaitre 2009. 
28 Las  comillas  buscan  también  controvertir  la  idea  de  que  el  capitalismo  contemporáneo  es  equivalente  al  “neoliberalismo”.  La  oposición  a  esta  equivalencia  ha  motivado  a  algunos  teóricos  a  encontrar  designaciones  alternativas para las dinámicas que, en la actualidad, asume el capitalismo tales como “capitalismo del milenio”  (Comaroff  y  Comaroff  2000),  “liberalismo  tardío”  (Povinelli  2011),  capitalismo  del  “optimismo  cruel”  (Berlant  2020),  capitalismo  de  la  “deuda  (colonial)”  (Zambrana  2021)  o  capitalismo  contemporáneo  como  “régimen  heterogéneo” (Quintana 2021), entre otros nombres.
29 Esta versión del  “neoliberalismo”,  reducida a una mercantilización de los derechos, aparece, por ejemplo, en  una reciente entrevista concedida por el senador Gustavo Petro a W radio en la que lo definió como un modelo  que  “convierte  los  derechos  de  la  gente  en  negocio  y  codicia”.  Véase  https://www.wradio.com.co/noticias/actualidad/un-acto-de-justicia-gustavo-petro-celebra-personeria-de-colombia-humana/20210917/nota/4165492.aspx.  Esta  idea  sobre  el  “neoliberalismo”,  bastante  difundida  en  Colombia, separa los derechos del sistema económico que los implementa y, más aún, parece plantear que, en  una versión “pura”, previa a su “mercantilización”, los derechos, en sí mismos, no son “neoliberales” o, incluso, si  no se les  “mercantilizara”, podrían operar como un modo efectivo de resistencia contra el  “neoliberalismo”. De  manera  contraria  a  esta  idea,  algunos  historiadores  contemporáneos  de  los  derechos  humanos  han  indicado  como  éstos  son  un  producto  bastante  conspicuo  del  “neoliberalismo”  o  señalan  su  potencial  limitado  para  controvertir instituciones y políticas “neoliberales”. Véanse, por ejemplo, Moyn 2014; Moyn 2018; Slaughter 2018.  
30 Véase Alviar 2019, 41-45.  
31 Véase Alviar 2019, 40. 
32 Véase Alviar 2021, 11-35. 
33 Ibid., 12.
34 Ibid.  
35 Quintana 2021, 99. 
36 Ibid., 100.  
37 Zambrana 2021, 111.  
38 Ibid., 121.
39 Véase  ibid.,  112-122.  En  un  sentido  que  se  articula  con  las  reflexiones  de  Zambrana,  Laura  Quintana  ha  planteado  cómo  el  capitalismo  contemporáneo  determina  procesos  de  acumulación  que  producen  ruinas  y  deshechos. A su juicio, y contrario a lo que podría pensarse, de la ruina y el deshecho pueden surgir procesos de  resistencia —no necesariamente exitosos— que muestran cómo es posible reconstruir y repensar la existencia en  medio  de  la  destrucción.  Quintana  indica  cómo  “aprender  a  rehacer  la  vida  en  medio  de  las  ruinas  no  es  simplemente seguir reproduciendo el sistema que ha generado la devastación, es ir perforándola, trastocándola  desde  adentro,  aunque  no  necesariamente  con  éxito”, lo  cual,  en  su  opinión, muestra  cómo  el  capitalismo  de  nuestros días “está habitado por el conflicto y puede estar atravesado por fugas y derivas heterogéneas en las que  se manifiestan impensadas potencias”. Quintana 2021, 115, 116.  
40 Véase Sentencia SU-225 de 1998.  
41 Véase Sentencia T-760 de 2008. 
42 Por supuesto, estos argumentos han sido planteados, en  forma  reiterada, desde inicios de los años  1990, por  analistas económicos y autoridades fiscales de gobiernos de distinto tinte político. Lo interesante es que la propia  Corte Constitucional, como creadora de las doctrinas que han permitido el uso intensivo de la acción de tutela  para  reclamar  el  derecho  a  la  salud,  y  desde  una  “lógica”  de  derechos,  ha  hecho  advertencias  similares.  Por  ejemplo, algunos magistrados han señalado cómo las acciones de tutela individuales en materia de salud no solo  vulneran la igualdad formal (en la medida en que la decisión judicial que concede una prestación individual no se  extiende a todos los casos igualmente situados) sino también la igualdad material (al implicar redistribuciones de  recursos  que  impactan  la posibilidad  de  adoptar  políticas  en  salud  que  suelen  beneficiar  a  los  sectores  más  vulnerables de la población). Véase, por ejemplo, Sentencia T-1207 de 2001 (aclaración de voto del magistrado [e]  Rodrigo  Uprimny  Yepes).  Más  recientemente,  el  exmagistrado Carlos  Bernal  Pulido,  entre  el  2017  y  el  2018,  intentó “racionalizar” el uso de la acción de tutela para garantizar derechos económicos y sociales a través de lo  que, en su momento, denominó “juicio de vulnerabilidad”. Véanse, entre otras, Sentencias T-361 de 2017, T-563 de  2017, T-672 de 2017, T-716 de 2017, T-028 de 2018, T-029 de 2018 y T-287 de 2018. 


Bibliografía 
- Alviar  García, Helena.  2019.  “Neoliberalism  as  a  Form  of Authoritarian Constitutionalism”.  En  Authoritarian  Constitutionalism:  Comparative  Analysis  and  Critique,  editado  por  Helena  Alviar  García  y  Günter  Frankenberg,  37-56.  Northampton,  MA:  Edward  Elgar  Publishing.  —. 2021. Legal Experiments for Development in Latin America: Modernization, Revolution and  Social Justice. Nueva York: Routledge.  
- Alviar García, Helena e Isabel Cristina Jaramillo Sierra. 2012. Feminismo y crítica jurídica: el  análisis  distributivo  como  alternativa  crítica  al  legalismo  liberal.  Bogotá,  DC:  Ediciones  Uniandes/Siglo del Hombre.  
Berlant,  Lauren.  2020.  El  optimismo  cruel,  traducción  de  Hugo  Salas.  Buenos  Aires:  Caja  negra.  
- Comaroff, Jean y John L. Comaroff. 2000. “Millenial Capitalism: First Thoughts on a Second  Coming”. Public Culture, vol. 12, nº 2, pp. 291-343. 43 Cf. Berlant 2020. 
Lemaitre  Ripoll,  Julieta.  2009.  El  derecho  como  conjuro:  fetichismo  legal,  violencia  y  movimientos sociales. Bogotá, DC: Ediciones Uniandes/Siglo del Hombre.  
—. 2011. La paz en cuestión: la guerra y la paz en la Asamblea Constituyente de 1991. Bogotá,  DC: Ediciones Uniandes.   
Moyn, Samuel. 2014. “A Powerless Companion: Human Rights in the Age of Neoliberalism”.  Law and Contemporary Problems, vol. 77, nº 4, pp. 147-169. 
—.  2018.  Not  Enough:  Human  Rights  in  an  Unequal  World.  Cambridge,  MA:  Harvard  University Press.  
Povinelli, Elizabeth A. 2011. Economies of Abandonment: Social Belonging and Endurance in  Late Liberalism. Durham, NC: Duke University Press.  
Quintana, Laura. 2021. Rabia: afectos, violencia, inmunidad. Barcelona: Herder. 
Slaughter,  Joseph R.  2018.  “Hijacking  Human  Rights:  Neoliberalism,  the  New  Historiography, and  the End of  the Third World”. Human Rights Quarterly, vol. 40, pp.  735-775.  
Valencia  Villa,  Hernando.  2010.  Cartas  de  batalla:  una  crítica  del  constitucionalismo  colombiano, segunda edición. Bogotá, DC: Panamericana.  
Zambrana,  Rocío.  2021.  Colonial  Debts:  The  Case  of  Puerto  Rico.  Durham,  NC:  Duke  University Press.