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La Constitución de 1991 entre la protesta social y el fetichismo constitucional
Un análisis sobre el papel que ocupa la Constitución de 1991 tras treinta años de su expedición, en el contexto de las movilizaciones sociales recientesPor: Esteban Restrepo Saldarriaga
En Colombia, desde el inicio de nuestra vida republicana, hemos marcado nuestras felicidades e infelicidades patrias con la expedición o la reforma de constituciones. Nuestro recurso, casi obsesivo, a la reforma constitucional para enfrentar y solucionar crisis políticas y sociales ha determinado que, con recurrencia, se haya afirmado que somos “fetichistas constitucionales”. Para algunos, el fetichismo constitucional es una perversión política que sirve para disimular la falta de voluntad o la incapacidad de las elites para transformar —con acciones reales y no con meras normas que se expiden para quedarse en el papel— nuestras estructuras históricas de injusticia y exclusión social o, aún peor, para inmunizarlas de manera hipócrita1. En otros casos, el fetichismo constitucional no es visto como un vicio sino como un gesto político y afectivo que, a partir de ideas como la dignidad humana, la autonomía o la igualdad, condena estados de cosas injustos, transforma significados culturales y nutre la movilización de movimientos sociales, entre otros efectos de la creación, la transformación o la aplicación de normas constitucionales que no se miden en términos de si ellas modifican, de manera causal, directa, e inmediata la “realidad” en la que pretenden intervenir2.
Finalmente, hay quienes cuestionan las dos versiones anteriores del fetichismo constitucional, llaman a un análisis de las reformas constitucionales desde una perspectiva que tenga en cuenta sus dinámicas distributivas y señalan que todo proceso de reforma constitucional puede ser concebido como una especie de campo de batalla en el que se debate la distribución de variados recursos entre actores con apuestas y aspiraciones diversas y contradictorias y que debe evaluarse buscando establecer quiénes ganan y quiénes pierden con las distribuciones puntuales que establece una específica reforma3.
Esta discusión sobre nuestro fetichismo constitucional sirve para precisar que no es muy útil evaluar el “éxito” o el “fracaso” de una constitución tratando de establecer y verificar relaciones de causalidad directa entre los objetivos perseguidos al expedirla y su realización en la “práctica” o la “vida real”4. Por ejemplo, no sería muy sensato juzgar la efectividad de la Constitución de 1991 —cuyo propósito fundamental consistió en lograr la paz— tratando de establecer si, como consecuencia directa de su expedición y aplicación, Colombia es un país en paz y las distintas y complejas violencias que nos aquejan han sido desactivadas.
Una evaluación de esta clase decretaría su fracaso estrepitoso. Nuestra Constitución ciertamente no puso fin al conflicto armado que ocurría al momento de su expedición como tampoco ha desarmado las múltiples guerras que, desde entonces, siguen aquejando a Colombia. Sin embargo, si se abandona esta perspectiva causalista e inmediatista y se asume una aproximación analítica más compleja, se descubre que, dados los múltiples significados de paz que abraza la Constitución de 19915, esta ha “pacificado” imbricando su lenguaje en la vida cotidiana del país, transformando prácticas institucionales de modos no siempre espectaculares, creando espacios para la organización y movilización social, ofreciendo un lenguaje para visibilizar y denunciar injusticias, entre otras formas de transformación que no se miden con el patrón de la causalidad directa6. No de otro modo puede entenderse, por ejemplo, que la paz con las AUC y las FARC se haya podido negociar y pactar sin necesidad de expedir una nueva constitución, o que los reclamos del Paro nacional estén todos planteados en términos de derechos constitucionales, así quienes los elevan no se refieran a la Constitución de manera explícita. Este modo más complejo de evaluación no conduce necesariamente a la glorificación de una constitución o equivale a una invitación a no reformarla o a no sustituirla por una nueva. Más bien, intenta mostrar que las transformaciones que entrañan las constituciones “acontecen” de modos y en lugares diversos, a veces de forma espectacularmente inmediata y, más usualmente, de modo lento e incremental y, por ello, menos visible. A efectos de su evaluación, no solo debe mirarse si una constitución transforma y determina la operación de las grandes instituciones (congresos, ejecutivos, jueces, órganos de control, etc.) sino también cómo es usada, para qué y por qué por las personas y los grupos sociales en sus interacciones, conflictos y luchas más cotidianas7. Con una mirada de esta clase, es posible descubrir, simultáneamente, que muchas de las promesas de la Constitución de 1991 están aún por cumplirse o incluso han fracasado, pero también que ha producido transformaciones positivas que incluso la Asamblea Nacional Constituyente jamás previó.
El marco analítico que se ofrece en el párrafo anterior permite situar la pregunta sobre qué papel ocupa la Constitución de 1991, tras treinta años de su expedición, en el contexto de las actuales movilizaciones sociales que han cuestionado, con gran radicalidad, algunos de nuestros arreglos sociales, políticos, económicos y culturales más básicos. De manera más precisa, este ensayo se pregunta, a partir de ese marco, si una constitución que fue el resultado de una movilización social masiva que clamaba por la paz de Colombia y que fue expedida con la intención explícita de restablecer y afianzar esa paz, sobrevive, hoy, la prueba del tiempo y, en esa medida, es capaz de dar cabida a las demandas de las personas y grupos que han salido a las calles para demandar transformaciones fundamentales en las instituciones y las estructuras sociales colombianas, y ofrece un espacio para tramitar el tipo de conflictos que han surgido con ocasión del Paro nacional iniciado en noviembre de 2019. Pese a la ferocidad de algunos de los episodios de violencia que han acompañado la protesta social de los últimos dieciocho meses, la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Ya lo dicho hasta el momento, adelanta la idea de que nuestra constitución no solo supera la prueba de los tiempos presentes, sino la prueba de los treinta años trascurridos desde su expedición. Esta conclusión coincide, en lo fundamental, con la intuición de una mayoría de analistas y, en general, de la ciudadanía colombiana, de que, en la actual coyuntura social del país, no es necesario un cambio de constitución, sino que la Constitución de 1991 sea, por fin, “aplicada” plenamente.
Para comenzar, y en diálogo con la noción de fetichismo constitucional, este ensayo examina cómo la prensa nacional y regional ha presentado la relación entre los reclamos elevados en las movilizaciones ciudadanas desde el inicio del Paro nacional en noviembre de 2019 y la necesidad de reformar la Constitución de 1991 o de convocar una asamblea nacional constituyente. Se verá que, en la prensa nacional y regional, se ha sostenido mayoritariamente que la atención de muchos de los reclamos que han elevado quienes se movilizan no requieren la expedición de un nuevo texto constitucional sino la “aplicación” o el “cumplimiento” de la constitución vigente. Mientras que algunos han sostenido que podría convocarse una asamblea nacional constituyente para modificar algunos aspectos de la constitución vigente, muy pocos han sostenido que esta debe ser derogada para expedir una nueva. A continuación, el texto sostiene que, pese a su recurrencia, el clamor por que la Constitución de 1991 sea “aplicada” ha sido, en general, planteado con gran simplismo e invita a entender el llamado a su “cumplimiento” de un modo más complejo que incluya la apropiación y el uso cotidiano del texto constitucional por personas y grupos sociales8.
Esta idea se ilustra mostrando cómo algunos usos y apropiaciones comunes y cotidianos de la Constitución de 1991 —que significan el tipo de “cumplimiento” complejo que este ensayo defiende— han desestabilizado su talante “neoliberal”. Este cumplimiento “contraneoliberal” del texto constitucional vigente permite avizorar formas alternativas de entender cómo, en Colombia, las personas se relacionan con un modelo económico que, a juicio de algunos, es monolítico y determina una precarización socioeconómica que deja a la gente sin posibilidades de resistencia. En efecto, hay quienes han señalado —de tiempo atrás y, hoy en día, en el contexto del Paro nacional— que el “incumplimiento” de las promesas de igualdad estructural de la Constitución de 1991 es, en gran parte, consecuencia de su naturaleza “neoliberal”. Contrario a esta idea, el ensayo sugiere que dinámicas como la “tutelitis” en materia de acceso a la salud son formas de resistencia a la dinámica “neoliberal” de despolitizar las decisiones de política económica y de inmunizarlas frente a cualquier forma de deliberación pública. Ejemplos como este mostrarían que la constitución colombiana vigente ha sido “cumplida” en una medida mucho mayor de lo que están dispuestos a aceptar quienes sostienen una versión simplista de la noción de “cumplimiento”.
1. Protesta social y reforma constitucional: tres visiones
Desde noviembre del 2019, cuando se inició el Paro nacional, la prensa nacional y regional9, en la voz de columnistas y editorialistas de diversas tendencias políticas, ha planteado tres visiones sobre la relación entre los reclamos de los manifestantes y la Constitución de 1991. La primera posición10, bastante mayoritaria, señala que, para atender los clamores de quienes se han movilizado pacíficamente, no es necesario convocar una asamblea nacional constituyente para expedir una nueva constitución11. El argumento central de quienes sostienen esta opinión señala que las protestas sociales que se han desarrollado en Colombia desde noviembre de 2019 son, en últimas, un reclamo por que la Constitución de 1991 sea “aplicada”, “cumplida”, “desarrollada” o, incluso, “estrenada”. A su juicio, además de que el Paro nacional es, en sí mismo, un desarrollo legítimo de varios de los derechos que garantiza el texto constitucional vigente12, los reclamos de quienes protestan son, en su mayoría, exigencias de implementación de derechos, instituciones y mecanismos de participación contenidos en la Constitución de 199113. Adicionalmente, estos analistas opinan que la falta de cumplimiento e implementación de aspectos clave del texto constitucional vigente es la consecuencia de su captura por la clase política (fundamentalmente asentada en el Congreso de la República) que, parádojicamente, este buscó derrotar. Esta clase política no solo ha minado la eficacia de la Constitución de 1991 a través de una serie de contrareformas lesivas a su espíritu, sino que ha carecido de la voluntad política necesaria para desarrollar sus aspectos más progresistas y transformadores. Como afirmó el ex constituyente y senador Iván Marulanda, para “cumplir”, “aplicar” o “estrenar” la Constitución de 1991 “lo que hay que hacer… es tener un poder político que esté de acuerdo con esa constitución, que la quiera, que quiera desarrollarla, que la respete, la admire y se sienta identificado con ella”14.
Este grupo de analistas agregan a sus ideas un argumento de orden estratégico relacionado con la inconveniencia de convocar una asamblea nacional constituyente en un contexto de polarización política como el actual. Señalan que, hoy en día, a diferencia del consenso entre fuerzas políticas que sustentó el proceso constituyente de 1991, una asamblea nacional constituyente podría resultar fácilmente cooptada por fuerzas políticas que lo único que buscarían sería expedir un nuevo texto constitucional a la medida de sus intereses y que podría usarse para eliminar o recortar los avances democráticos y los derechos garantizados por la Constitución de 1991. Aunque algunos de estos analistas aceptan que el proyecto constitucional de 1991 requiere algunas reformas (administración de justicia, sistema electoral, régimen territorial, mecanismos de democracia participativa, entre otras cuestiones) que le permitirían desplegar todo su potencial transformador, aceptan que “esos cambios solo puede hacerlos una nueva clase política”, como afirmó el ex constituyente y senador Iván Marulanda15.
Otro sector de este grupo de analistas, tal vez menos pesimista frente a la responsabilidad de la clase política tradicional en la falta de implementación de la Constitución de 1991, ha señalado que los reclamos del Paro nacional pueden tramitarse a través de simples reformas legislativas o, si ello no es suficiente, a través de una consulta popular que le permita a la ciudadanía validar el paquete de reformas sociales más significativas16.
Una segunda posición, sostenida fundamentalmente por políticos y analistas de tendencia liberal17, en general alaba el espíritu progresista y democrático de la Constitución de 1991 — y, particularmente, su carta de derechos— pero señala falencias importantes en su diseño institucional de la división de poderes y la colaboración armónica (destacan, entre otras cuestiones, el excesivo presidencialismo, la contaminación clientelista de la administración de justicia, el fracaso de los mecanismos de control político del Congreso sobre el ejecutivo y el marchitamiento del debate parlamentario). Como en el caso de la primera tendencia de análisis, este grupo de comentaristas estima que la clase política tradicional —representada fundamentalmente por el Congreso de la República— ha jugado un papel central en el fracaso de varios aspectos de la división de poderes diseñada por el texto constitucional vigente. Sin embargo, a diferencia de quienes representan la primera tendencia, consideran —planteando una idea que es reminiscente de las motivaciones que llevaron a Alfonso López Michelsen a proponer, en 1977, la denominada “Pequeña constituyente”— que el único modo de evitar el poder de la clase política y hacer las reformas necesarias para que la división de poderes funciones adecuadamente es convocar una asamblea nacional constituyente con un mandato limitado a modificar los aspectos institucionales problemáticos de la Constitución de 199118. Por ejemplo, Alfonso Gómez Méndez ha indicado que los defectos de la división de poderes establecida en el texto constitucional vigente podrían solucionarse con la convocatoria de una “pequeña constituyente para tres fines a nivel de las altas cortes: la paridad de género, romper los nexos con el poder político vía nombramientos y establecer un mecanismo —que no sea el del Congreso— para instituir sus responsabilidades penales, disciplinarias y políticas”19.
Por su parte, el ex ministro Juan Fernando Cristo, al inicio del Paro nacional en noviembre de 2019, interpretó las movilizaciones sociales como una protesta contra instituciones demostradamente ineficaces y propuso la convocatoria de una asamblea nacional constituyente, con competencias precisas y delimitadas, “para adecuar las instituciones a los desafíos del siglo XXI y avanzar en reformas sociales pendientes por décadas”20. Con posterioridad, Cristo precisó que los temas puntuales de los que debería ocuparse esta asamblea serían las instituciones políticas y electorales, la administración de justicia, el ordenamiento territorial y las corporaciones autónomas regionales21.
La tercera posición, bastante minoritaria —y sostenida por políticos y analistas que se sitúan a la izquierda y centroizquierda del espectro político22—, ha señalado, antes y después del inicio del Paro nacional en noviembre de 2019, que la Constitución de 1991 presenta un desgaste que hace necesaria la convocatoria de una asamblea nacional constituyente que expida un nuevo texto constitucional. A finales de 2017, el senador Gustavo Petro señaló que, de resultar electo Presidente de la República, su primer acto de gobierno consistiría en convocar un referendo para determinar la voluntad de la ciudadanía de elegir una asamblea nacional constituyente. En su opinión, esta asamblea, “territorializada y pluralista”, era necesaria para hacer “las reformas que no hizo la Constitución del 91: la del territorio, la reforma a la salud, la educación, la Justicia, la Política y el tránsito hacia una economía productiva”23. Sin embargo, justo antes de la segunda vuelta en la elección presidencial del 2018, para garantizar el apoyo de Antanas Mockus y Claudia López a su candidatura, se comprometió (en un acuerdo que quedó plasmado en unas tablas en mármol), entre otras cuestiones, a no convocar una asamblea nacional constituyente en caso de ser electo Presidente24. Más recientemente, en noviembre de 2019, Daniel Quintero, tras su elección como alcalde de Medellín, propuso, en una carta dirigida al Presidente Iván Duque, la convocatoria a una asamblea nacional constituyente. Para Quintero, las movilizaciones sociales del entonces incipiente Paro nacional ponían de presente que “Colombia necesita renacer” y, por ello, “una asamblea nacional constituyente es el camino” y el modo de “construir con esperanza un futuro de oportunidades para todos”.
Para Quintero, esta constituyente —que hablaría “el lenguaje de las regiones”, “[resolvería] la polarización” y “nos [permitiría] encontrarnos como sociedad”— posibilitaría, por una parte, “construir una agenda que mejore la educación, la salud, la justicia, el empleo la productividad, la movilidad y la participación política de todos los sectores sociales” y, de otro lado, “[cerrar] definitivamente el conflicto con el ELN y las BACRIM” y “[llevar] paz a todos los territorios”25. En una columna reciente, Sara Tufano articuló el tipo de motivaciones políticas y sociales de más amplio calado que estarían tras propuestas de renovación constitucional como las de Petro y Quintero. Tufano, a partir de una valoración de las movilizaciones sociales del 2021, que, en su opinión, son “un proceso constituyente que trasciende con creces el del 91” en el que “la juventud está pidiendo a gritos” “las grandes reformas, por décadas postergadas”, plantea una crítica muy interesante a la posición sostenida por el primer grupo de analistas de que “la Constitución del 91 es perfecta y que solo hace falta cumplirla”. A su juicio, esta opinión —“pocos lugares comunes más arraigados en el imaginario colectivo que ese”, anota— “opera simbólicamente como una ‘vuelta al redil’, el lugar cómodo del cual el establecimiento colombiano nunca ha querido salir” y genera la dinámica de un “futuro que vuelve constantemente sobre sí mismo”. Para Tufano, el llamado constante a “volver a ella [la Constitución de 1991]” equivale a una invocación que se hace para conjurar y despertar “de la pesadilla del autoritarismo”26.
Tufano sustenta su posición en lo que estima ha sido el fracaso de la Constitución de 1991 en lograr las aperturas políticas y democráticas prometidas por el proceso constituyente de 1989-1991 y, sobre todo, en consolidar la paz en Colombia. Sin embargo, su crítica no indica por qué ni siquiera un “cumplimiento” del texto constitucional vigente, fundado en una voluntad política seria, sería suficiente para dar cabida al tipo de reformas que, en su opinión, son exigidas “a gritos” por los jóvenes de hoy en día.
Aunque con variaciones y diferencias (que, a primera vista, parecen irreconciliables), estas tres posiciones son manifestaciones del histórico fetichismo constitucional colombiano y, particularmente, de esa forma de fetichismo que estima que las transformaciones sociales se siguen, de forma directa y causal, de las disposiciones constitucionales. La primera postura se aferra a la Constitución de 1991 como un fetiche a la espera de que su potencial transformador sea desencadenado por una nueva clase política dueña de una voluntad que, de una buena vez, quiera “cumplirla” y ponerla en marcha. Cuando esto ocurra, la Constitución producirá, por fin, las transformaciones y promesas por tanto tiempo esperadas.
La segunda posición en realidad no dista mucho de la primera. La Constitución de 1991 no ha producido las transformaciones históricamente anheladas en el funcionamiento del ejecutivo, el Congreso y la rama judicial, entre otras instituciones, porque sus normas a este respecto no son las adecuadas. Una vez se convoque una asamblea nacional constituyente con poderes circunscritos que apruebe las disposiciones constitucionales apropiadas en materia de división de poderes, las instituciones colombianas finalmente comenzarán a funcionar en el sentido adecuado. Por último, la tercera posición expresa el más fetichista de los fetichismos constitucionales. Quienes la sostienen no solo se aferran a la idea de que el clamor de la calle encuentra solaz en la innovación constitucional radical —las movilizaciones sociales son un “momento constituyente” conforme al cual el modo de transformar la realidad en el sentido expresado por quienes se manifiestan en las calles es expedir normas constitucionales que “ordenen” que esas transformaciones se produzcan— sino a esa especie de magia transformativa que surge de redactar una nueva constitución en un proceso en el que el futuro se diseña y se construye en el hoy de una asamblea nacional constituyente (es interesante que Sara Tufano, por ejemplo, critique a quienes sostienen la primera posición por implicar la idea de un “futuro que vuelve sobre sí mismo” sin darse cuenta que su llamado a convocar una asamblea nacional constituyente que de verdadera cuenta de los reclamos que los jóvenes piden “a gritos” no es otra cosa que un intento por capturar y amalgamar el futuro en el crisol incandescente del presente de un proceso constituyente).
En mi opinión, el reto fundamental que plantea la relación entre la constitución y el profundo desasosiego e insatisfacción social por el que atraviesa Colombia desde finales de 2019 es cómo puede ser pensada con algo de originalidad en el contexto de un fetichismo constitucional que, en todas sus versiones, sigue esperando, de uno u otro modo, que las transformaciones sociales se sigan, de manera causal y directa, de las reformas constitucionales. Como se señaló al inicio de este texto, el cambio constitucional, sin lugar a dudas, produce cambios sociales —incluso en el sentido de contribuir a la modificación radical de estructuras sociales que producen formas de desigualdad y exclusión social muy agresivas— pero de un modo mucho menos visible y espectacular de lo que lo suponen las formas más comunes del fetichismo constitucional que circula en Colombia. La voz de la constitución no está monopolizada por ninguna institución pública (ni siquiera la Corte Constitucional) ni por ningún actor social y político en particular. En nuestro país, el significado de la Constitución de 1991 es una cacofonía de voces que le dan significado a partir de su uso en una vida cotidiana que ocurre simultáneamente en los altos lugares del gobierno y la política, en los movimientos sociales que salen a las calles, en las interacciones ciudadanas del día a día e, incluso, en los más íntimos recodos de lo privado. Esa combinación de discursos y apropiaciones de la constitución complejiza, como se vio más arriba, el análisis de la relación entre las normas constitucionales y los cambios sociales que ellas determinan.
2. El “cumplimiento” de la Constitución de 1991 en un contexto “neoliberal”
En el momento histórico actual, uno de los modos de dar cuenta de esta complejidad analítica es tomarse en serio al menos parte de la primera visión en torno a la relación entre las peticiones que se han elevado en las movilizaciones sociales del Paro nacional y la vigencia de la Constitución de 1991. Por una parte, este grupo de analistas sostiene, con razón, que no es necesaria ni la derogatoria ni una reforma radical de la constitución vigente para atender los reclamos de quienes se han movilizado en Colombia desde noviembre de 2019. De otro lado, han sostenido que lo que se requiere es una verdadera voluntad política que “cumpla” la Constitución de 1991. Esta última afirmación es la que debe someterse al tipo de visión analítica más compleja que se ha sostenido en este ensayo. Para comenzar, la idea de “cumplimiento” de la Constitución de 1991 no consiste en asegurar que, una vez que una nueva clase política asuma esta tarea y despliegue la voluntad política para ponerla en marcha, las transformaciones deseadas se producirán como efecto causal y directo de esa
voluntad. “Cumplir” la constitución, como aquí se ha sostenido, es un proceso incremental, fruto del modo en que las instituciones públicas y las personas se apropian y usan el texto constitucional para los más diversos propósitos27.
En este sentido, el “cumplimiento” de la Constitución de 1991 no es una cuestión que pueda “medirse” exclusivamente a partir de los actos oficiales —legislativos, ejecutivos y judiciales— que la desarrollan. A estos sería necesario agregar una multitud de significados sociales y de apropiaciones ciudadanas que determinan acciones individuales y colectivas que determinan un “cumplimiento” cotidiano de la constitución. Incluso si ese “cumplimiento” del texto constitucional vigente se redujera a su mera dimensión oficial, es innegable que este ha tenido un desarrollo normativo extenso y robusto que se refleja en una multiplicidad de leyes, actos ejecutivos, sentencias judiciales y otros actos estatales (entre los que la extensa jurisprudencia de la Corte Constitucional un lugar muy destacado). Una cuestión bien distinta es la evaluación que se haga sobre la conveniencia o la corrección de estas distintas formas de “cumplimiento” de la Constitución de 1991, lo cual depende, en gran medida, de la perspectiva teórica e ideológica de quien evalúa.
Estas ideas sobre el “cumplimiento” más complejo de la constitución colombiana vigente pueden ilustrarse con un ejemplo relevante a la luz de los reclamos y las dinámicas de las movilizaciones sociales del Paro nacional iniciado en noviembre de 2019 y que tiene que ver con el potencial de la Constitución de 1991 para sustentar reformas que promuevan mayor igualdad de oportunidades en el acceso a bienes sociales básicos como la educación y la salud y una distribución más justa e inclusiva de la riqueza en Colombia. Este ejemplo es aún más provocativo e ilustrativo si se desarrolla a la luz del argumento —frecuentemente planteado por el grupo de analistas que sostienen que la Constitución de 1991 debe ser reemplazada por un nuevo texto constitucional que acoja verdaderamente los reclamos del Paro nacional— de que el carácter “neoliberal” de la Constitución de 1991 es uno de los obstáculos fundamentales para el logro de una verdadera igualdad estructural en nuestro país.
La exploración del potencial igualitario y redistributivo del texto constitucional vigente, teniendo como telón de fondo la acusación de que la Constitución de 1991 es “neoliberal”, debe comenzar por precisar, aunque sea someramente, qué se entiende por “neoliberalismo” en este debate. Nótese que, en este texto, he usado el término “neoliberalismo” entre comillas, precisamente para indicar que su significado es objeto de controversias y disputas28. Una primera versión, bastante común, de lo que este término significa en el debate constitucional colombiano plantea, de manera sintética, que la constitución colombiana vigente es “neoliberal” porque determina dinámicas de “mercantilización” de derechos como la educación o la salud29.
Una segunda postura, planteada por algunas autoras con gran sofisticación teórica y conceptual, ha mostrado cómo, desde finales de los años 80 e inicios de los 90 las constituciones latinoamericanas —entre las que se destaca la colombiana de 1991— establecieron instituciones propias del “neoliberalismo” que, luego, han sido desarrolladas por leyes, políticas públicas y sentencias judiciales. Por ejemplo, Helena Alviar ha destacado que los rasgos “neoliberales” de las constituciones latinoamericanas radican, entre otros elementos, en la desregulación y privatización de la economía, la liberalización del comercio y la industria, la protección de la inversión extranjera, los programas de austeridad fiscal y la participación del sector privado en la prestación de servicios públicos30.
Sin embargo, Alviar da un paso adicional e indica que, más allá de las instituciones específicas “neoliberales” que se plasmen en una constitución, la característica fundamental de lo que denomina “neoliberalismo autoritario” es la inmunización de esas instituciones a cualquier forma de debate democrático, entregando su operación a organismos de orden tecnocrático —como las agencias reguladoras y los bancos centrales— cuyos procesos decisorios no responden a formas mínimas de deliberación pública democrática. En este sentido, el “neoliberalismo autoritario” tiene como consecuencia que la “ortodoxia neoliberal” aparezca como la única opción de política económica posible para las autoridades públicas31.
Sin embargo, en otros textos Alviar ha señalado cómo el “neoliberalismo” no ha sido el único modelo económico que han adoptado las constituciones latinoamericanas. En su opinión, las distintas visiones históricas sobre el desarrollo económico que han circulado en la región han determinado diversos modelos económicos constitucionales: el modelo “neoliberal”, el modelo del Estado social de derecho que combina elementos de “neoliberalismo” con formas de impulso estatal del desarrollo y modelos constitucionales que asumen aspectos de la teoría de la dependencia32.
Un punto crucial de los argumentos de Alviar es que, más allá de la opción por un cierto modelo constitucional de la economía, el rasgo latinoamericano distintivo es el recurso obsesivo a la constitución para garantizar las promesas de bienestar que cierta visión del desarrollo supuestamente está llamada a realizar. A su juicio, “depositar tanta fe en el poder del derecho constitucional explica en parte por qué muchas de las promesas contenidas en los textos [constitucionales] han sido esquivas tanto para la izquierda como para la derecha”33.
Esta afirmación, que, en muchos aspectos, se asemeja a las ideas sobre el “fetichismo constitucional” que se han defendido en este ensayo, está acompañada por un llamado a un tipo de análisis más complejo —en algo parecido al que aquí se ha propuesto— de las consecuencias esperadas de una reforma constitucional. Para Alviar, la frustración por el incumplimiento de las promesas de las constituciones en materia económica suele provenir de “hacer caso omiso a las interacciones entre disposiciones contradictorias del mismo texto [constitucional] y a las relaciones entre este y otros regímenes legales como la propiedad, el derecho de sociedades, el comercio y el derecho de familia”34. Este tipo de análisis, determinaría, sin duda, una comprensión más rica y compleja de lo que significa y está en juego en el “cumplimiento” de una constitución.
Las ideas de Helena Alviar permiten señalar que, en materia económica, los textos constitucionales no establecen modelos cerrados y monolíticos que aseguren que las promesas que establecen van a realizarse, en una relación de causalidad directa, de manera inmediata. Por el contrario, ellos incurren en contradicciones y vacíos que, en muchos casos,
dan lugar a dinámicas de “cumplimiento” constitucional cuyas consecuencias son difícilmente previsibles por sus redactores. Esta forma de concebir la relación entre los textos constitucionales y la economía se aproxima a un tercer modo de entender el “neoliberalismo”, particularmente útil para dar cuenta del modo en que la Constitución de 1991 ha sido “cumplida” en un contexto “neoliberal”. Quienes defienden esta posición, entienden que el capitalismo contemporáneo es, como indica Laura Quintana, un “régimen heterogéneo” que articula “prácticas fordistas y posfordistas, ‘pericapitalistas’, así como neoliberales y asistencialistas”35. Esta mezcla de elementos determina que, hoy en día, el capitalismo sea un modo de producción contradictorio y fracturado que, si bien oprime, precariza, subordina y excluye, también ofrece, en los resquicios de sus inconsistencias y fracturas, oportunidades importantes para la resistencia y la subversión de sus propias lógicas y prácticas. Como bien señala Quintana, “en medio de esta heterogeneidad [del capitalismo contemporáneo] (de prácticas, tecnologías, espacios y temporalidades) pueden formarse capacidades que alimentan el impulso a la acumulación, pero también pueden emerger tensiones que lo desvían, lo traicionan oblicuamente o lo contestan enfáticamente”36.
A propósito de estas formas de resistencia, Rocío Zambrana —basada en algunas ideas del ensayista y poeta puertorriqueño Guillermo Rebollo Gil— ha caracterizado algunos modos de subversión del capitalismo contemporáneo como un “pasarse políticamente”. Estos consisten en formas “precarias” de protesta que determinan “una interrupción de la ‘violencia de la vida cotidiana’ que ofende”37. En mi interpretación de Zambrana, estas manifestaciones subversivas son precarias porque no son acciones revolucionarias que buscan derrocar, de una vez y por todas, un régimen político, económico y social que se estima opresivo para reemplazarlo por otro supuestamente más justo e incluyente. Por el contrario, estas acciones —que, ciertamente, generan incomodidad y buscan hacer visibles los modos de opresión, precarización y exclusión del capitalismo contemporáneo— muchas veces ni siquiera son reconocidas como formas de protesta y, por ello, son juzgadas como un “fracaso”. Aunque, en muchas oportunidades, los actos de resistencia que se “pasan políticamente” son interpretados como descabellados, inútiles o incomprensibles, lo cierto es que ellos “son protesta en el sentido más propio” puesto que lo que hacen es interrumpir una vida cotidiana que se presenta como obvia y justa38. Quienes resisten “pasándose políticamente” son sujetos “fracasados” de las demandas de productividad y autonomía económica del capitalismo contemporáneo que, con sus protestas, no solo exponen, denuncian y desnaturalizan las formas en que este modo de producción subordina y precariza, sino que, además, hacen visibles formas de vida alternativas que no se acogen a las exigencias capitalistas de nuestros días39.
Este marco es útil para comprender cómo la Constitución de 1991, pese al “neoliberalismo” de algunas de sus instituciones, también ha alentado procesos y dinámicas de clara contradicción y resistencia a formas de precarización y de exclusión típicamente “neoliberales”. Aunque el texto constitucional vigente ciertamente presenta rasgos muy característicos de lo que Helena Alviar llama “neoliberalismo autoritario”, también contiene instrumentos e instituciones cuyo uso histórico ha determinado una politización de modelos y decisiones económicos que, bajo un modelo puro “neoliberal”, serían supuestamente inmunes a cualquier forma de deliberación política. Así, junto a las instituciones propiamente “neoliberales” cohabitan otras que, de manera explícita o implícita, contradicen los postulados del “neoliberalismo”: la noción de que Colombia es un Estado social de derecho, la idea de un “mínimo vital” que se satisface a través de derechos económicos y sociales (eso sí, cuya realización, en muchos casos, se satisface a través del mercado y con la participación del sector privado), el mandato a las autoridades públicas de garantizar que la igualdad sea “real y efectiva” (designado por la Corte Constitucional como la “cláusula de erradicación de las injusticias presentes”40), la posibilidad de recurrir a la acción de tutela para exigir la satisfacción de derechos que requieren erogaciones presupuestales y la consulta previa a comunidades étnicas, entre otros rasgos de la Constitución de 1991 que tienen el potencial de interrumpir las demandas “neoliberales”. Cuando las personas se apropian y usan el texto constitucional aprovechando las fracturas que produce este choque entre las fuerzas del “neoliberalismo” y aquellas que se les oponen —ambas garantizadas por una misma constitución— surgen, en ocasiones, resistencias que podrían caracterizarse, parafraseando a Rocío Zambrana, como un “pasarse jurídicamente”. Este modo constitucional de protesta jurídica puede ilustrarse, entre otros ejemplos, con el uso intensivo de la acción de tutela para garantizar el derecho a la salud y que algunos denominan “tutelitis” en salud.
En Colombia, el derecho fundamental más litigado y reclamado a través de la acción de tutela es la salud. Aunque, originalmente, esta acción no podía ser utilizada para proteger este derecho, pronto la Corte Constitucional permitió —primero a través de la teoría de la conexidad entre derechos económicos, sociales y culturales y derechos fundamentales y, luego, transformando la salud en un derecho fundamental41— que la ciudadanía la usara para controvertir las fallas y exclusiones del sistema de salud. El uso intensivo de la acción de tutela para reclamar el derecho a la salud generó lo que muchos—en términos generalmente despectivos— han denominado la “tutelitis” en salud, para referirse a un fenómeno que, en su opinión, pone en jaque la racionalidad económica que sustenta la posibilidad de que a este derecho pueda acceder equitativamente, y con niveles mínimos de calidad, el mayor número de personas en Colombia.
Bien podría decirse que la demanda sistemática de servicios y prestaciones de salud a través de la acción ha operado en el corazón de lo que, en las versiones más extendidas del “neoliberalismo”, se ha denominado la “mercantilización de los derechos” y su transformación en “negocio y codicia”, y ha determinado una forma de politización de un espacio de la política social y económica que, para algunos analistas, debería decidirse exclusivamente a través de mecanismos inmunes a la deliberación pública. Sin embargo, los modos de politización que entraña la “tutelitis” en salud no constituyen una forma de protesta popular liderada, organizada y dirigida, de manera consciente, a controvertir y transformar, desde una perspectiva estructural, el sistema de seguridad social en salud. Bien por el contrario, ellos estarían caracterizados por una precariedad que los acercaría al tipo de protesta que, como se vio más arriba, Rocío Zambrana ha denominado “pasarse políticamente”—solo que, en este caso, significarían un uso o una apropiación precarios del derecho constitucional que darían lugar a un “pasarse jurídicamente”.
En primer lugar, las personas que recurren a la acción de tutela para acceder a servicios y prestaciones básicas de salud son sujetos precarios en términos de la lógica de mercado que, supuestamente, gobierna al sistema de seguridad social en salud colombiano. Su comportamiento jurídico —su invocación de derechos constitucionales— incomoda a esa lógica por razones diversas: exigen aquello que el mercado no provee, obligan a que se les provea aquello a lo que podrían acceder si contaran con recursos para entrar al mercado de los seguros privados de salud o de la medicina prepagada y, en otros casos, simplemente señalan las fallas de un mercado que, sin necesidad de recurrir al poder de los jueces, debería proveerles las prestaciones y servicios de salud más básicos.
De otra parte, estas actuaciones judiciales individuales han sido criticadas por carecer de racionalidad económica y producir un impacto fiscal de tal magnitud que arriesga la posibilidad de satisfacer con equidad unos mínimos colectivos del derecho a la salud. Lo interesante de los argumentos de orden fiscal es su indicación del otro tipo de precariedad que, según Zambrana, suele caracterizar a las protestas que se “pasan políticamente” (o “jurídicamente”): quienes protestan de este modo no garantizan necesariamente ni su liberación particular ni la de otras personas que estarían en sus mismas circunstancias; por el contrario, sus acciones bien podrían volverse en su contra y empeorar, de alguna forma, la situación vital por la que protestan42. Aunque es ciertamente dudoso que la “tutelitis” en salud haya producido transformaciones estructurales de envergadura en el sistema de seguridad social en salud —y, tal vez, en muchos casos, ha afectado más a los litigantes individuales de lo que los ha liberado— ha sido un constante protestar que se “pasa jurídicamente”: es una incomodidad (incluso una ofensa) para las lógicas “neoliberales” en que se funda la realización del derecho a la salud en Colombia; es una especie de “ruido” en el corazón del sistema económico que diseña la Constitución de 1991 que, a partir de sus fracturas e inconsistencias, ha expuesto y denunciado el modo en que excluye y precariza a quienes no son leídos por las lógicas del capitalismo de nuestros tiempos. En los intentos por acallar ese “ruido”, las autoridades públicas —que, tal vez, en otras circunstancias, hubiesen preferido no ceder a este modo de politizar la economía— se han visto obligadas a hacer algunas reformas —casi siempre en los márgenes del sistema— que, supuestamente, mejoran el acceso de las personas al derecho a la salud.
Desde noviembre de 2019, cuando se inició el Paro nacional, la Constitución colombiana de 1991 ha estado en las calles. De eso no tengo dudas. En ese estar en las calles, nuestro texto constitucional ha sido “cumplido”, la mayoría de las veces de modos que no siguen sus preceptos de manera causal y directa, sino en gestos que, al apropiarse de él y usarlo, denuncian precarizaciones y exclusiones que transcurren en la vida cotidiana y que, por su cotidianidad, no tienen la espectacularidad y visibilidad —la dimensión traumática43— de otras formas de opresión. Este fenómeno, sin embargo, no es una novedad. Desde su expedición, la Constitución de 1991 ha sido usada y “cumplida” sin cesar. Algunas veces para para producir transformaciones inimaginadas por quienes la redactaron (la despenalización de la dosis personal, el matrimonio y la adopción igualitarios, la despenalización —por ahora parcial— del aborto, entre otras), perseguidas por grupos y colectivos altamente organizados. Pero, casi todo el tiempo y la mayoría de las veces, por personas que intentan rehacer sus vidas en medio de la destrucción lenta y cotidiana propia del capitalismo contemporáneo y que, desde su precariedad y con precariedad de medios, se han “pasado jurídicamente”.
* Profesor asociado, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes. Agradezco a David Santiago Torres Miguez, estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, por su excelente asistencia de investigación.
1Véase Valencia Villa 2010.
2 Véase Lemaitre 2009.
3 Véase Alviar y Jaramillo 2012.
4 Véase Lemaitre 2009.
5 Véase Lemaitre 2011.
6 Cf. Lemaitre 2009.
7 Cf. Lemaitre 2009.
8 Cf. Lemaitre 2009.
9 Recurro a la prensa nacional y regional porque plantea, de manera muy directa e inmediata, el sentido del debate público que, desde noviembre de 2019, se ha producido sobre la relación entre la Constitución de 1991 y los reclamos de los distintos sectores sociales que han participado en el Paro nacional. Por supuesto, todos estos debates pueden profundizarse en términos mucho más especializados de política y derecho constitucional.
10 Esta posición ha sido sostenida, fundamentalmente, por quienes participaron en el proceso constituyente de 1991. Así han opinado, con diferencias y matices, ex constituyentes como Antonio Navarro, Fernando Carrillo, Eduardo Verano de la Rosa, Iván Marulanda, Jaime Fajardo, María Teresa Garcés y Aída Avella, y ex integrantes del gobierno del Presidente César Gaviria como Humberto de la Calle. Una excepción a esta tendencia es la del ex constituyente Jaime Castro quien, recientemente, planteó la necesidad de una nueva constitución para Colombia.
11 Esta posición coincide con los resultados de la encuesta realizada por Cifras y conceptos para la Universidad del Rosario y El tiempo con ocasión de los 30 años de la Constitución de 1991. En efecto, solo 18,8% de los encuestados manifestó que esta debía ser reformada o sustituida por un nuevo texto constitucional. El 81,2% restante indicó que la constitución vigente debía ser simplemente “cumplida”. Véase https://www.eltiempo.com/politica/colombianos-quieren-que-se-cumpla-la-constitucion-600708.
12 Por ejemplo, representantes del Comité nacional de paro, en una audiencia pública en el Senado de la República el 6 de mayo de 2021, sostuvieron que “en la calle lo que se está exigiendo es el cumplimento de la Constitución”. Véase https://senado.gov.co/index.php/prensa/noticias/2570-dialogo-amplio-nacional-en audiencia-publica-sobre-situacion-de-orden-publico-en-colombia. En un sentido similar, en un vídeo de la sección “Política” de El espectador del 20 de mayo de 2021 se afirma que, hoy en día, “la Constitución está en las calles” y que la juventud “quiere usar la Constitución de 1991 a plenitud”. Véase
https://www.elespectador.com/politica/de-la-constituyente-de-1991-al-paro-nacional-de-2021-el-poder-de-la juventud-en-colombia/.
13 Por ejemplo, el ex constituyente y ex procurador Fernando Carrillo opinó que la Constitución de 1991 “es la constitución más progresista y garantista de América Latina” y “es tan suficientemente democrática, amplia y participativa, garantista en materia de derechos, que no necesita ser reformada”. A su juicio, “no hay problema de todos los que están en la calle que escape a la constitución”. Véase https://www.elespectador.com/politica/las
conquistas-que-la-calle-pide-ya-estan-en-la-constitucion-exconstituyente-fernando-carrillo/.
14 Véase https://www.elespectador.com/politica/una-nueva-carta-magna-no-cambia-por-si-sola-nada exconstituyente-ivan-marulanda/.
15 Ibid.
16 Esta ha sido la posición del ex constituyente y ex procurador Fernando Carrillo. En su opinión, “esta es la hora de los acuerdos, de los pactos, de los consensos —independientemente de lo divididos que estemos— para lograr, mediante el camino específico de una consulta popular, ese paquete de reformas sociales que necesitamos los colombianos”. Véase https://www.elespectador.com/politica/no-podemos-ser-inferiores-a-lo-que-dice-lacalle-fernando-carrillo/.
17 Por razones que no se relacionan con el Paro nacional, el Centro Democrático propuso, en agosto de 2020, tras la orden de detención domiciliaria al ex presidente Álvaro Uribe por la Corte Suprema de Justicia, convocar una asamblea nacional constituyente para reformar la administración de justicia. En esta oportunidad, esa colectividad política volvió a insistir en la necesidad de crear una corte única y en reformar a profundidad la Jurisdicción Especial para la Paz. Véase https://www.semana.com/semana-tv/semana-eldebate/articulo/constituyente-propuesta-por-el-uribismo-si-o-no/693869/.
18 En un par de columnas en El tiempo de abril y junio de 2021, Carlos Caballero Argáez planteó que la crisis derivada de la pandemia y el Paro nacional “no tiene precedente en nuestra historia” y requiere que el “Estado (colombiano) de papel” se transforme en un “Estado con varillas de acero” que emprenda “reformas institucionales y económicas que den vida al nuevo país”. Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/carlos-caballero-argaez/columna-de-carlos-caballero-argaezsobre-la-transformacion-del-estado-576486. También indicó que la crisis actual requiere de un nuevo contrato social que dé cuenta de necesidades sociales que deben ser “auscultadas” a través del Congreso y el proceso electoral de 2022. Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/carlos-caballero-argaez/columna-de carlos-caballero-sobre-un-nuevo-pacto-politico-y-social-593756. Aunque Caballero diagnostica una crisis social sin precedentes, no deja en claro si el mecanismo que conduciría a la construcción del “Estado con varillas de acero” y al diseño e implementación del nuevo contrato social sería una asamblea nacional constituyente o el recurso a los procesos legislativo y de reforma constitucional establecidos en la Constitución de 1991.
19 Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonso-gomez mendez-sobre-la-reforma-del-estado-543079. Ver en un sentido similar https://www.elnuevodia.com.co/nuevodia/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/467722-la constituyente-es-el-camino; https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonso-gomez-mendez-sobre-la-constitucion-601254. Con posterioridad a su propuesta de una “Pequeña constituyente”, Gómez Méndez parece hacer cambiado de opinión. En una columna en El tiempo del 23 de marzo de 2021, llamó a “dejar quieta” la Constitución de 1991 frente a la “borrachera reformista” a la que suele estar sometida. Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonso-gomez-mendez/columna-de-alfonsogomez-sobre-la-constitucion-y-la-estabilidad-politica-575592. Uno de los puntos más interesantes que Gómez Méndez ha sostenido en sus columnas sobre la reforma constitucional en Colombia —y que vale la pena resaltar porque contradice las narrativas más comunes sobre el origen de la Constitución de 1991 y sobre la relación entre el Paro nacional y la necesidad de derogar o reformar el texto constitucional vigente— es que las situaciones sociales y políticas extremas y dolorosas por las que atravesó el país a finales de los años 80 y por las que atraviesa hoy en día no son “culpa” de una constitución: ni la de 1886 ni la de 1991.
20 Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/juan-fernando-cristo/a-cambiar-las-instituciones columna-de-juan-fernando-cristo-443166.
21 Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/juan-fernando-cristo/a-cambiar-las-instituciones-ii columna-de-juan-fernando-cristo-447514.
22 El ex constituyente Jaime Castro parece ser una excepción. Recientemente, señaló la necesidad de expedir una nueva constitución a través de una asamblea nacional constituyente. A partir de una equivocada comparación con el actual proceso constituyente chileno, su argumento —pese a la aparente radicalidad de su llamado a que se expida una nueva constitución— termina siendo similar al del segundo grupo de analistas: el Congreso de la República jamás emprenderá las reformas que, con urgencia, demandan la administración de justicia y la organización territorial del Estado y, por ello, la convocatoria a una asamblea nacional constituyente es necesaria. Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/jaime-castro/necesitamos-una-nuevaconstitucion-columna-de-jaime-castro-613186.
23 Véase https://www.eltiempo.com/politica/partidos-politicos/gustavo-petro-y-uribismo-han-coincidido-en una-constituyente-526186.
24 Véase https://colombiacheck.com/investigaciones/la-voltereta-de-petro-con-la-constituyente.
25 Véanse https://www.eltiempo.com/colombia/medellin/daniel-quintero-le-propone-a-duque-crear-una asamblea-constituyente-436854; https://www.larepublica.co/economia/colombia-necesita-renacer-una asamblea-nacional-constituyente-es-el-camino-daniel-quintero-2936644.
26 Véase https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/sara-tufano/andar-constituyente-columna-de-sara tufano-593208.
27 Cf. Lemaitre 2009.
28 Las comillas buscan también controvertir la idea de que el capitalismo contemporáneo es equivalente al “neoliberalismo”. La oposición a esta equivalencia ha motivado a algunos teóricos a encontrar designaciones alternativas para las dinámicas que, en la actualidad, asume el capitalismo tales como “capitalismo del milenio” (Comaroff y Comaroff 2000), “liberalismo tardío” (Povinelli 2011), capitalismo del “optimismo cruel” (Berlant 2020), capitalismo de la “deuda (colonial)” (Zambrana 2021) o capitalismo contemporáneo como “régimen heterogéneo” (Quintana 2021), entre otros nombres.
29 Esta versión del “neoliberalismo”, reducida a una mercantilización de los derechos, aparece, por ejemplo, en una reciente entrevista concedida por el senador Gustavo Petro a W radio en la que lo definió como un modelo que “convierte los derechos de la gente en negocio y codicia”. Véase https://www.wradio.com.co/noticias/actualidad/un-acto-de-justicia-gustavo-petro-celebra-personeria-de-colombia-humana/20210917/nota/4165492.aspx. Esta idea sobre el “neoliberalismo”, bastante difundida en Colombia, separa los derechos del sistema económico que los implementa y, más aún, parece plantear que, en una versión “pura”, previa a su “mercantilización”, los derechos, en sí mismos, no son “neoliberales” o, incluso, si no se les “mercantilizara”, podrían operar como un modo efectivo de resistencia contra el “neoliberalismo”. De manera contraria a esta idea, algunos historiadores contemporáneos de los derechos humanos han indicado como éstos son un producto bastante conspicuo del “neoliberalismo” o señalan su potencial limitado para controvertir instituciones y políticas “neoliberales”. Véanse, por ejemplo, Moyn 2014; Moyn 2018; Slaughter 2018.
30 Véase Alviar 2019, 41-45.
31 Véase Alviar 2019, 40.
32 Véase Alviar 2021, 11-35.
33 Ibid., 12.
34 Ibid.
35 Quintana 2021, 99.
36 Ibid., 100.
37 Zambrana 2021, 111.
38 Ibid., 121.
39 Véase ibid., 112-122. En un sentido que se articula con las reflexiones de Zambrana, Laura Quintana ha planteado cómo el capitalismo contemporáneo determina procesos de acumulación que producen ruinas y deshechos. A su juicio, y contrario a lo que podría pensarse, de la ruina y el deshecho pueden surgir procesos de resistencia —no necesariamente exitosos— que muestran cómo es posible reconstruir y repensar la existencia en medio de la destrucción. Quintana indica cómo “aprender a rehacer la vida en medio de las ruinas no es simplemente seguir reproduciendo el sistema que ha generado la devastación, es ir perforándola, trastocándola desde adentro, aunque no necesariamente con éxito”, lo cual, en su opinión, muestra cómo el capitalismo de nuestros días “está habitado por el conflicto y puede estar atravesado por fugas y derivas heterogéneas en las que se manifiestan impensadas potencias”. Quintana 2021, 115, 116.
40 Véase Sentencia SU-225 de 1998.
41 Véase Sentencia T-760 de 2008.
42 Por supuesto, estos argumentos han sido planteados, en forma reiterada, desde inicios de los años 1990, por analistas económicos y autoridades fiscales de gobiernos de distinto tinte político. Lo interesante es que la propia Corte Constitucional, como creadora de las doctrinas que han permitido el uso intensivo de la acción de tutela para reclamar el derecho a la salud, y desde una “lógica” de derechos, ha hecho advertencias similares. Por ejemplo, algunos magistrados han señalado cómo las acciones de tutela individuales en materia de salud no solo vulneran la igualdad formal (en la medida en que la decisión judicial que concede una prestación individual no se extiende a todos los casos igualmente situados) sino también la igualdad material (al implicar redistribuciones de recursos que impactan la posibilidad de adoptar políticas en salud que suelen beneficiar a los sectores más vulnerables de la población). Véase, por ejemplo, Sentencia T-1207 de 2001 (aclaración de voto del magistrado [e] Rodrigo Uprimny Yepes). Más recientemente, el exmagistrado Carlos Bernal Pulido, entre el 2017 y el 2018, intentó “racionalizar” el uso de la acción de tutela para garantizar derechos económicos y sociales a través de lo que, en su momento, denominó “juicio de vulnerabilidad”. Véanse, entre otras, Sentencias T-361 de 2017, T-563 de 2017, T-672 de 2017, T-716 de 2017, T-028 de 2018, T-029 de 2018 y T-287 de 2018.
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- Comaroff, Jean y John L. Comaroff. 2000. “Millenial Capitalism: First Thoughts on a Second Coming”. Public Culture, vol. 12, nº 2, pp. 291-343. 43 Cf. Berlant 2020.
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