19/12/2019

Leonardo da Vinci, innovador por excelencia

Dibujo de hombre con agua en movimiento. Leonardo da Vinci

“Hombre con agua en movimiento”. ca.1513. Dibujo (tinta sobre papel). 15,2 x 21,3 cm. Windsor Castle, Royal Library, RL 12579 r.

Por Patricia Zalamea
Decana de la Facultad de Artes y Humanidades
pzalamea@uniandes.edu.co


Leonardo da Vinci es bien conocido como pintor y en vida fue un reconocido arquitecto e ingeniero. Sus obras siguen siendo objeto de estudio y se presentan para reinterpretaciones continuas.

Los aniversarios suelen ser una buena excusa para recordar y, sobre todo, para darnos cuenta de que lo que recordamos o creemos saber no es siempre como fue. Este año se cumplieron los 500 años de la muerte de Leonardo da Vinci: con las tecnologías que nos rodean, resulta fácil constatar que el Leonardo que conocemos no es el mismo que conocieron sus contemporáneos. Aunque parezca contradictorio, podríamos incluso afirmar que ahora lo conocemos mejor que en el siglo XVI: podemos ver sus obras a través de reproducciones y recogerlas en un solo lugar, sea un museo físico o una plataforma virtual; podemos diferenciarlas de las de sus seguidores; tenemos un acceso amplio a sus escritos; hemos desarrollado tecnologías para reconstruir sus técnicas y su proceso creativo. Para la muestra un botón: una buena parte de sus contemporáneos jamás vieron a la Mona Lisa; incluso Giorgio Vasari, el gran biógrafo de los artistas renacentistas, cuyas historias siguen informando nuestra visión actual, no pudo haberla visto. Cuando Leonardo la pintó en Florencia, Vasari tendría siete años; cuando Vasari escribió sobre ella a mediados del siglo XVI, la obra estaba en Francia desde hace varias décadas.

A pesar de su fama, Leonardo es uno de los casos más problemáticos para la historia del arte, tanto por la escasez de datos verificables, como por la forma en que se transmitió su legado, pues no podemos olvidar que sus apuntes (hoy en día conocidos como El tratado de pintura) no fueron publicados hasta mediados del siglo XVII y que sus obras comenzaron a catalogarse y a reconocerse apenas en la segunda mitad del siglo XIX. Una de las paradojas es que hoy es más famoso por su pintura que por sus otras actividades, en particular la ingeniería y la arquitectura, las cuales no solo ocupaban la mayor parte de su tiempo, sino que eran las razones por las que solían contratarlo diversos mecenas. Efectivamente, sus cargos en la corte de Ludovico Sforza en Milán y en las campañas militares de Cesare Borgia eran como “arquitecto e ingeniero”. Para cuando Leonardo se trasladó definitivamente a Francia como “pintor e ingeniero oficial” del rey Francisco I, era ya un artista veterano. En ese caso, su carta de presentación, por así decirlo, fue la Mona Lisa, pintura que llevó consigo a su nuevo hogar. Había cumplido 64 años algunos meses antes, y moriría en Amboise tres años más tarde, el 2 de mayo de 1519, a los 67 años.

Entre arte y ciencia

A lo largo de su vida, Leonardo se caracterizó por ser un artista itinerante, cuyas estadías en diferentes centros de arte dependían del estado político de las cosas1. Estos movimientos continuos pueden explicar, en parte, por qué quedan tan pocas pinturas —una veintena claramente identificadas— así como tan pocos datos precisos sobre su figura histórica. En todo caso, la obsesión moderna por separar las cosas y ordenarlas por disciplinas ha resaltado su pintura, a la vez que ha opacado lo que esta significaba verdaderamente para él, que la consideraba, ante todo, una ciencia. 

Retrato de la Mona Lisa

Detalle de la Mona Lisa. Museo del Louvre (París, Francia).

Efectivamente, la conexión entre ciencia y lo que hoy en día llamamos arte era un asunto claro para Leonardo y sus contemporáneos: en buena medida, sus exploraciones pictóricas, tal como la Mona Lisa —una obra que nunca dejó de pintar y retocar, y que puede considerarse un laboratorio de exploración artística— eran intentos por llevar las artes manuales a un nuevo estatus intelectual. Para él, la pintura era ante todo una exploración alrededor de la observación del mundo y de su entorno, plasmada en la experimentación tecnológica y técnica, que trascendía las barreras disciplinares modernas. En el caso de los retratos femeninos, por ejemplo, su innovación no fue solo el hecho de voltear la figura en nuestra dirección y de ponerla al aire libre, con un paisaje de fondo, como en la célebre Ginevra de Benci, sino que fue sobre todo la capacidad de —en palabras de sus contemporáneos— “darles vida” a sus obras.

Retrato de Ginebra de Benci

Detalle de Ginevra de Benci. 38 x 37 cm. Óleo y temple sobre tabla. National Gallery of Art (Washington, EE. UU.)

En gran parte, esto se debe a su investigación sobre el efecto de las condiciones variables sobre el color, tales como la luz, la atmósfera, la distancia, la humedad y la cercanía con otros colores. Para él, el color no era un valor absoluto que se basaba en un conocimiento preexistente, sino que lo relativizaba a partir de sus observaciones directas de la naturaleza. 

Al contrastar los detalles de las imágenes de Ginevra y de la Mona Lisa, podemos constatar cómo evolucionó su concepción del retrato: logra neutralizar el color y utilizar el sfumato para suavizar los límites entre los objetos, mientras que los bordes de la figura se funden con el fondo, y la imagen entera queda envuelta en una atmósfera de luces y sombras. Resuelve así el problema de la plasticidad, donde todo aparece bajo una misma luz y se produce un sentido de lo inmediato y lo presente. Por esto se dice que Leonardo añade una dimensión temporal al mundo de la pintura, en donde el tiempo corresponde a la manera como nosotros lo experimentamos. Así, humaniza el espacio y crea una psicología del retratado que va más allá de su presencia física.  

El hecho de que haya traído consigo la Mona Lisa en su viaje a Francia dice mucho sobre su concepción de la obra: dejarla con su dueña —la M[ad]on[n]a Lisa, esposa del florentino Francesco del Giocondo— habría sido lo natural, puesto que piezas como esta se hacían por encargo. Traerla, entonces, era una forma de declarar el apego por ella, y este acto, en el contexto artístico del  Renacimiento, constituye lo que en los siglos XV y XVI se conocía como una ‘demostración’, es decir, una obra que certifica y celebra las capacidades del artista, y que por lo tanto es ‘para mostrar’. Que Leonardo se haya quedado con este retrato puede entenderse también como evidencia de que este ya no era simplemente un retrato, sino que pertenecía a la categoría de obras ideales.

Aunque sea un lugar común decir que las obras maestras trascienden su tiempo, es cierto que la Mona Lisa se escapa a su momento histórico y se convierte en una suerte de laboratorio de ideas. Richard Turner, en su libro Inventing Leonardo, recuerda cómo “la Mona Lisa se resiste a mantenerse anclada a su tiempo. Flota en la corriente de la historia hacia nuestros días, mientras reclama una relevancia perpetua […] Las obras maestras no solo contienen algo lo suficientemente provocativo para sostener interpretaciones continuas, sino también la resiliencia y la fuerza para sobrevivir el diluvio de las palabras”2. En este orden de ideas, una obra maestra, como la Mona Lisa, es el producto de numerosas apropiaciones e innovaciones, algunas de las cuales se iniciaron con el mismo Leonardo y evidencian la constante interacción entre arte, ciencia y tecnología que lo caracterizaba. Así mismo, él es una figura que va más allá de su momento histórico, que se presta para reinterpretaciones continuas, que no se agota a pesar de las numerosas miradas, escritos y estudios que ya se han hecho. En efecto, la imagen que hemos construido de Leonardo a través de los siglos corresponde a un conjunto de apropiaciones colectivas, es decir, que cada época tiene a su propio Leonardo y que cada uno de nosotros tiene a su Leonardo. El nuestro, entonces, podría ser aquel innovador con un pensamiento integral que caracterizó su obra y su vida. Pensar que aún podemos aprender de ese maestro, 500 años más tarde, resulta tan atractivo como relevante para nuestra sociedad contemporánea, cuyo conocimiento suele estar disponible de formas inusitadas y simultáneas, pero constantemente fragmentadas.

 


  1. Dejó Florencia para irse a Milán en 1482, donde trabajó para Ludovico Sforza, principalmente en proyectos de ingeniería y pintó La Última Cena. Su carta de presentación para Sforza es diciente: antes que presentarse como pintor (la pintura aparecía de última en una larga lista de habilidades) era ingeniero y científico. Con la invasión francesa de Milán en 1499, Leonardo tuvo que viajar a Mantua, donde retrató a Isabella d’Este, y a Venecia, donde trabajó en las defensas de la ciudad, antes de regresar a Florencia y embarcarse en una nueva aventura como “arquitecto e ingeniero” para Cesare Borgia en sus campañas militares en la región de Romagna. Después de instalarse en Florencia entre 1503 y 1508 (los años en que pintó la Mona Lisa), Leonardo vivió nuevamente en Milán bajo el mecenazgo del gobierno francés, y en 1512, con la expulsión de los franceses de Milán, viajó a Roma y se quedó allí hasta que Francisco I lo invitó a Francia en 1516.
  2. Mi traducción. Richard Turner, Inventing Leonardo (Berkeley: University of California Press, 1994), p. 4.


 

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