14/10/2021

Derecho a la educación y al acceso equitativo al conocimiento

Aula de clases bioseguro en Uniandes.
Foto: Felipe Cazares

Por: José Darío Herrera
Profesor, Facultad de Educación


Luego de que rectores de 7 reconocidas universidades colombianas expusieran públicamente algunos ejes sobre los cuales debería construirse una agenda de diálogo y discusión nacional en momentos de protesta social, y de que se expresara públicamente algunos temas estructurales que vislumbran el camino para superar la crisis institucional por vía educativa, vale la pena identificar los pasos que se deben seguir para materializar en acciones pertinentes y lograr los propósitos de la mencionada agenda.

 

En esta oportunidad, centraremos la atención en uno de los ejes reseñados por los rectores, y nos preguntamos ¿Cómo avanzar en el derecho a la educación y en el acceso equitativo al conocimiento? La respuesta a esta pregunta, en sintonía con el ánimo de incentivar la corresponsabilidad de distintos actores sociales e institucionales implica repensar 4 sectores fundamentales para la implementación de nuevas acciones educativas y la mejora de las prácticas pedagógicas en 1) Primera infancia; 2) Educación rural; 3) Educación superior; y, 4) Formación y profesionalización docente.

 

  1. Primera infancia

 

Uno de los ejes que ganó espacio en la agenda política internacional, a partir de 1989 cuando la ONU proclamó la Convención de los derechos de los niños, fue el de la Primera Infancia, como prioridad para el trabajo corresponsable entre el Estado, la Sociedad y la Familia, con el propósito de contribuir en la reducción de las brechas de pobreza y desigualdad que se evidenciaban desde la segunda mitad del siglo XX.

 

Un análisis de los principales programas y de algunas políticas en esta materia permiten ubicar dos aspectos sobre los que se debe trabajar actualmente para garantizar una educación de calidad para la primera infancia, a saber: por un lado, el aumento en los procesos de cobertura que tiene el Estado para la atención y educación a la primera infancia, sobre todo en los estratos 1, 2 y 3; y, por otro, el fortalecimiento de la profesionalización de quienes se ocupan de la primera infancia. Atender con mayor pertinencia estos dos aspectos, constituye una garantía para brindar mejores oportunidades de desarrollo a los niños y de bienestar de las familias, como lo señaló Romero (2009) cuando expuso los desafíos de las políticas de primera infancia en Iberoamérica para el siglo XXI.

 

Con respecto al primer aspecto, vale la pena resaltar que los mandatarios reunidos en el año 2000, en la X Cumbre Iberoamericana de Panamá, destacaron los esfuerzos realizados en la región, y bajo el lema Unidos por la Niñez y la Adolescencia, Base de la Justicia y la Equidad en el Nuevo Milenio, se comprometieron a impulsar estrategias para que, con una mayor inversión del gasto social y educativo, se produjera un aumento en el acceso a una educación temprana, gratuita y obligatoria (Ancheta, 2019). Para tal fin, se proyectó un aumento sustancial en la oferta de programas de Educación Inicial, de atención educativa temprana y un fortalecimiento de las estrategias para la participación de más niños entre 0 y 6 años en escenarios de formación, como lo expuso Marchesi (2009) desde su rol de secretario general de la OEI cuando estableció que una de las metas educativas al 2021 sería lograr que el 100% de los niños recibiera ese tipo de atención.

 

Según los indicadores estadísticos del Sistema de Información de Tendencias Educativas en Latinoamérica –SITEAL (2021) las dos primeras décadas del siglo XXI la tasa de escolarización de los niños de 5 años en América Latina ha aumentado paulatinamente; en países como Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá y Paraguay el indicador se encontraba cerca del 90% en el año 2018, mientras que en Argentina, Brasil y Perú, superaba el 95%. Entre el 2005-2015 la tasa de escolarización se expandió entre un 43% y 55% en Honduras, Perú, Costa Rica y Bolivia. Siendo más alta la tasa de escolarización de los niños en sectores urbanos socialmente más favorecidos en comparación a la niñez que habita áreas rurales.

 

Sin embargo, aún estamos en deuda con esa meta, lo que implica un mayor esfuerzo estatal para ampliar la cobertura y lograr mejores resultados de atención, sobre todo en la población que se encuentra en pobreza extrema, en zonas rurales o que hacen parte de poblaciones invisibilizadas (Ancheta y Lázaro, 2013). En Colombia este aspecto resulta significativo, no sólo cuando se identifican las características de la población sino cuando se entienden las cifras que acompañan esta identificación, como reportó el estudio de Alarcón (2015, p. 38): “en Colombia existen 5´150.797 niñas y niños entre 0 y 5 años, que corresponden al 10.9% de la población total del país. De ellos, el 48.8% son niñas y el 51.2% niños. El 75.9% habita en zona urbana, mientras que el 24.1% habita en zona rural. (…) La población afrodescendiente representa al 9.8% del total con 507.272 individuos. 3.679 raizales, 663 palenqueros y 502.930 negros y afrocolombianos. Por otro lado, 236.966 niños y niñas son indígenas, siendo esto un 4.6%”.

 

Comprender la magnitud de la población, identificar sus necesidades y las problemáticas que su atención requiere, es el punto de partida para diseñar estrategias más pertinentes que se orienten a mejorar sus condiciones de vida y aumentar sus niveles de bienestar (Alarcón, 2015).  Ahora bien, una mayor cobertura exige una mejor preparación de las personas que atienden y acompañan los procesos de formación de la primera infancia, lo que significa, en este segundo aspecto, contar con profesionales competentes y capaces de apoyar más eficazmente el desarrollo de los niños (Mathers et. al, 2014).

 

Algunos estudios han señalado que trabajar por la mejora de los ambientes educativos de los niños, orientar sus experiencias de manera positiva a través de prácticas pedagógicas más pertinentes y conocer sus necesidades para responder a ellas directamente, tiene repercusiones positivas en la formación de las personas, en la manera en que interactúan en los contextos y en sus condiciones de vida (Alarcón, 2015; Maldonado-Carreño, Rey, Cuartas, Plata-Caviedes, Rodríguez, Escallón y Yoshikawa, 2018). Otros aportes señalan la importancia de hacer seguimiento riguroso y sistematización pertinente a las políticas y programas de formación, no sólo para identificar los mejores resultados y los factores de éxito, sino para tener la posibilidad de diseñar nuevos currículos que garanticen el desempeño profesional de docentes, cuidadores y formadores para la primera infancia (Rabbe, 2018; Gillanders, Bonnely, Valenzuela Hasenohr, Varela Londoño, Quiroga Otálora, Valentín-Martínez et al., 2020).

 

Si se tienen en cuenta los dos aspectos reseñados hasta aquí, estaremos en el camino correcto hacia la valoración de la primera infancia y su atención educativa como “otro factor estratégico para garantizar la equidad, entendida como igualdad de oportunidades de acceso, permanencia y logros educativos” (OEI, 2015, citado por Ancheta, 2019, p.52).

 

Ahora bien, si a lo anterior se suman las preocupaciones que generaron la propuesta de una agenda nacional de diálogo en medio de la crisis sanitaria y social provocada por la pandemia por COVID-19 y sus efectos sociales, económicos y políticos, el panorama exige una atención prioritaria a los aspectos señalados en este primer eje de reflexión y acción, pues como lo señala la CEPAL (2021), las estrategias de atención han sido insuficientes, afectando negativamente los indicadores de desarrollo integral de los niños, el ejercicio de sus derechos y condiciones de vida, aumentando los niveles de pobreza y ampliado las brechas de igualdad y bienestar en la población. Se debe trabajar, por tanto, en el fortalecimiento de las acciones que focalizan el uso efectivo de los recursos para una mayor cobertura educativa, que evite la vulneración de derechos e incluya los escenarios familiares como centro del proceso de formación y desarrollo de los niños, como se señalan los retos de trabajo por la primera infancia, expresados por la OCDE, el ICBF, en sintonía con los Objetivos de Desarrollo Sostenible para el año 2030 (Semana, 2019)

 

En esa misma medida, el fortalecimiento de los procesos de formación docente y de agentes educativos para la primera infancia, requiere de un trabajo pedagógico, en sintonía con Quiceno (citado por Herrera y Bayona, 2018, p. 183) quien afirma que “la verdadera educación la da la pedagogía y el centro de la pedagogía es la formación”, lo que significa, como lo señala el estudio de Maldonado-Carreño et. al., (2018), que asegurar la profesionalización de los agentes educativos que trabajan con la primera infancia, a través de, por ejemplo, becas para la formación inicial y posgradual, no sólo promoverá el desarrollo directo en los procesos de aprendizaje de los niños, sino que también contribuirá, de manera particular, a mejorar las interacciones entre educadores, ambiente y familia, y, de manera general, coadyuvará a la calidad del sistema educativo del país.

 

  1. Educación rural

 

Diversas investigaciones y estudios señalan que el sector rural ha sido uno de sectores más ignorados en el tema de las políticas educativas, pues la visión urbano-céntrica ha determinado muchos de los objetivos, medios e instrumentos que hacen parte del quehacer educativo, dejando de lado el reconocimiento de las necesidades particulares de lo rural, sus saberes y formas identitarias de trabajo, reflexión y formación (Mora, 2020; Gajardo, 2014; Herrera y Buitrago, 2015; Arias, 2017).

 

Adicionalmente, aunque se reconoce la existencia de una diversidad de comunidades que hacen parten de la ruralidad, los cambios en las maneras de abordar las particularidades y contextualizar las estrategias de trabajo educativo aún distan de las metas soñadas para la equidad educativa; y como se señaló en la reflexión sobre la atención a la primera infancia, las preocupaciones por el acceso educativo y la formación docente, también están presentes al momento de pensar la educación rural, pues se conectan con las evidencias de las pobres condiciones materiales con las que se cuentan en estas zonas y los bajos resultados en la evaluación de los aprendizajes (Corvalán, 2006; Serna y Patiño, 2018).

 

Así, repensar las estrategias para mejorar la calidad educativa del campo colombiano, en los sectores de la educación básica y media, por lo menos, exige  proyectar acciones orientadas a tres aspectos prioritarios: 1) incluir la ruralidad, esto es, las culturas afros, indígenas y campesinas, en las propuestas curriculares de la nación y de las instituciones; 2) ampliar y fortalecer los planes de cobertura y financiación de la educación básica y media; y, 3) diversificar las estrategias de seguimiento y acompañamiento académico en conexión con las de soporte económico, consolidadas con el propósito de evitar, o disminuir al máximo, la deserción escolar.

 

Con respecto al primer aspecto, vale resaltar que el siglo XXI ha permitido identificar la población rural como una población diversa, y en nuestro país se caracteriza con cosmovisiones y prácticas de índole campesina, indígena y afrocolombiana. Sin embargo, las políticas educativas no van más allá del reconocimiento, pues sus orientaciones, muchas veces, implican el desconocimiento de sus especificidades y la urgencia para atenderlas (Ames, 2016), así como la adaptación simplista de los modos de acción urbanos y de los currículos y actividades escolares (Mora, 2020). Es necesario, por tanto, comprender lo rural más allá de una ubicación geográfica, y adoptarlo como una manera de configurar la vida misma (Arias, 2007) que permite, desde su conocimiento particular, reinventar la escuela, sus saberes y sus prácticas (Trujillo y Cardona, 2019).

 

El segundo aspecto de la reflexión señala la importancia de ampliar y fortalecer los planes de cobertura y financiación de la educación básica y media, pero que eviten el detrimento de las condiciones de vida rural o la marginalización de sus saberes, recursos y prácticas (Arias, 2007), pues son factores que mantienen los índices de analfabetismo, pérdida y deserción escolar, y aumentan la brecha cultural con programas poco pertinentes para los contextos rurales.

 

Como lo expone Arias (2017, p. 33) “Las zonas rurales presentan condiciones laborales desfavorables, desempleo, familias a temprana edad, extrema pobreza, analfabetismo, entre otros aspectos que determinan un patrón de poca permanencia en el sistema educativo de la población en edad escolar”. A esto se suman problemas de discriminación cultural, social y racial, y obstáculos para asegurar la protección integral de los niños en edad escolar. Esta realidad exige plantear que si la contextualización y la pertinencia de los planes, las políticas y las experiencias educativas no son aspectos prioritarios, la situación social y educativa del campo colombiano no superará los problemas de la falta de acceso, la equidad y la baja calidad en resultados de aprendizaje y del sistema educativo en general, como lo señalan también algunos estudios realizados en contextos rurales latinoamericanos (Corvalán, 2006; Gajardo, 2014; Ávila, 2017; Mora, 2020). Se debe evitar, por tanto la invisibilización del campo y la revictimización de los ciudadanos rurales, pues son factores que elevan y acentúan la crisis social, económica, política y cultural que ha caracterizado la realidad rural en los últimos decenios (Arias, 2017).

 

El tercer aspecto recoge la importancia y pertinencia de los otros dos mencionados. Investigaciones recientes permiten afirmar que en América Latina las tasas de deserción, atraso y analfabetismo, aunque han presentado mejoras en términos generales, son significativamente altas en contextos de ruralidad (Gajardo, 2014; Santamaría, 2018). Algunas problemáticas se relacionan con el tipo de programas que llegan al campo colombiano, y desconocen las particularidades de las poblaciones campesinas, indígenas y afrodescendiente, que, con sus particulares formas de asumir la vida, determinan las formas de ser y actuar en la ruralidad. Ejemplo de esta realidad diferenciada lo ofrece Arias (2007, p. 58) al expresar que “En la vida rural del país es normal que niños, niñas y docentes, fuera de caminar dos y hasta cuatro horas para llegar a la escuela, madrugar a las cuatro de la mañana, transitar bajo la lluvia por caminos enlodados, volver a casa para hacer tareas sin internet, biblioteca o ruta de bus, porque en la vereda eso no existe; llegan a ayudar en la huerta familiar, a recoger la cosecha y a dedicar parte del tiempo escolar al trabajo de campo”. Esta vida diferente, con horarios y prácticas diferentes, en contextos diferentes (diferentes en relación a la convencional escuela urbana), exige el diseño de programas y planteamientos diversos, más cercanos a esa realidad que se ha invisibilizado y opacado con las prácticas urbanizadoras; exige reconocer lo cotidiano de la vida rural y conectarlo con la vida escolar y la vida comunitaria, lo que “debería ser el inicio en la discusión de una pedagogía en la vida educativa del campo” (Arias, 2007, p. 58)

 

Adicional a lo señalado, otra de las vías de solución a la problemática reseñada consiste en aumentar, diversificar y contextualizar la oferta educativa; lo que ayudaría en la consecución de mejores resultados en los aprendizajes, fortalecimiento de la presencia institucional en las regiones, y reconocimiento de las particularidades y diferencias culturales de la ruralidad (López y Reyes, 2017). Adicionalmente, si se mejora lo mencionado, se espera que las oportunidades laborales locales aumenten y la formación que reciben los niños y jóvenes esté alineada con las posibilidades de desarrollo de los territorios (Azaola, 2010), lo que robustecería los vínculos entre  familia, escuela y comunidad y elevaría la calidad de la participación de los actores de la región en los procesos educativos (Corvalán, 2006).

 

No se puede perder de vista la importancia que tiene la formación de docentes rurales, pues en muchas oportunidades son agentes que asumen múltiples tareas en la escuela rural, y su formación previa, en la gran mayoría, los habilita para tratar la escuela rural con las mismas exigencias que la escuela urbana, lo que genera un aumento en las brechas culturales de los estudiantes. El estudio realizado en 2016 sobre la situación de la educación rural en Colombia, resaltó este aspecto como uno de los desafíos del posconflicto y la transformación del campo (Martínez-Restrepo, Pertuz y Ramírez, 2016, p. 6), pues una de las explicaciones de “las brechas de calidad entre lo urbano y lo rural se explican por la falta de preparación y/o formación de los docentes rurales, sobre todo en modalidades de educación flexible”, lo que repercute, en muchas ocasiones, en un aumento en las cifras de deserción, pues los estudiantes rurales no encuentran pertinente la vida escolar cuando está separada diametralmente de las labores productivas del campo o de los proyectos productivos rurales que sirven de base para sus proyectos de vida. Evitar esta desconexión entre la formación, los discursos y las prácticas, permite acercar la academia al sector rural, la escuela al campo, y los saberes a la realidad. En esa medida, vale resaltar una de las estrategias, reconocida por el MEN, que consiste en fortalecer los procesos de sistematización de prácticas pedagógicas, que conectan la investigación con la realidad escolar (MEN y Uniandes, 2019)

 

Con todo, la mejora en aspectos de infraestructura, currículo y formación docente, que hacen parte de la mirada convencional de trabajo por la calidad educativa de la región, debe estar complementada con un trabajo que asegure el aumento de la calidad y pertinencia educativa, que superen la limitación tradicional de la adaptación o imposición de la mirada centralista de la educación, y pueda reconocer y construir las identidades de la ruralidad, desde una visión integral de las comunidades.

 

  1. Educación superior

 

Los dos sectores reseñados previamente señalan un camino para el fortalecimiento del sistema educativo que atiende las necesidades de los niños y jóvenes desde los niveles de preescolar hasta la media, resaltando las particularidades de las poblaciones y los contextos como garantía para la configuración de programas y estrategias más pertinentes y en diálogo con saberes y prácticas que reconocen también su diversidad y complementariedad en el territorio nacional.

 

La reflexión que realizamos sobre el tercer sector, en consecuencia y como efecto de lo señalado hasta aquí, se realiza sobre la base de que el fortalecimiento de la educación superior puede impulsar el desarrollo social, cultural y económico de las sociedades. En esa medida, se sintoniza con las orientaciones emitidas por el Banco Mundial (2011) y la UNESCO (1998), quienes consideran que trabajar por una educación terciaria, en sentido amplio, significa garantizar el acceso a una formación técnica, profesional y superior de calidad para todos los ciudadanos, lo cual es coherente con los compromisos adquiridos en la búsqueda de un desarrollo sostenible.

 

A nuestro juicio, promover una educación superior de mejor calidad, implica fortalecer, por un lado, las estrategias que apuntan a la gratuidad y, por otro, exige que las instituciones proyecten mejorar la calidad y pertinencia de la oferta que realizan a los jóvenes de este país. En concreto, tres aspectos deben guiar el diseño de nuevas acciones con miras al propósito señalado: 1) generar una mayor inversión en la infraestructura académica, física y administrativa de las universidades públicas regionales; 2) aumentar la cobertura y la pertinencia de los programas que estas universidades tienen en las regiones; y 3) impulsar nuevas estrategias de apoyo financiero y académico para quienes ingresen a la educación superior.

 

Con el propósito de alcanzar una educación con acceso universal y de calidad, muchos países latinoamericanos han apoyado, por un lado, aquellas iniciativas conducentes al aumento del número de estudiantes en Educación superior desde finales del siglo XX y, por otro, han incentivado los procesos de mejora, seguimiento y medición de la calidad, generando una nueva cultura institucional que evalúa la pertinencia y la respuesta adecuada a las necesidades sociales, de la sociedad del conocimiento y del mundo del trabajo (Ferreyra, Avitabile, Botero, Haimovich & Urzúa, 2017; Melo-Becerra, Ramos-Forero y Hernández-Santamaría, 2017). Adicionalmente, se ha evidenciado, en lo corrido del siglo XXI, un crecimiento del estudiantado, un aumento de la proporción de estudiantes con bajos ingresos, aumento en la cantidad de mujeres que ingresan a la educación superior, y un crecimiento de la extensión universitaria y presencia institucional en regiones que no contaban con oferta de programas de este nivel de formación (Schwartzman, 2020; Brunner & Labraña, 2020).

 

A pesar de lo anterior, y la evidencia de los esfuerzos realizados por los países latinoamericanos, el asunto del mejoramiento de la calidad, el aumento de la pertinencia, la inclusión y la diversidad en la educación superior, son aspectos que requieren de un cambio en todo el sistema educativo del país, como lo señala la OCDE (2016), con el propósito de superar los obstáculos económicos, sociales y geográficos, y conectar de una mejor manera a la academia con la economía y el mercado laboral.

 

Sin embargo, como efecto de lo anterior, las instituciones deben realizar esfuerzos mayores para ofrecer, no sólo programas con alta calidad académica, que permite elevar la preparación de los estudiantes, sino también ofrecer espacios y escenarios que contribuyan a la formación integral y al bienestar de su comunidad académica, a lo que apunta el primer aspecto señalado en este ítem; por lo que la inversión para ampliar y fortalecer la infraestructura física, administrativa y académica, es un aspecto que requiere de un impulso, una sinergia, y una conjunción de recursos económicos mixtos, pues esta articulación puede garantizar la implementación de mejores y estratégicas acciones que acompañen este crecimiento sin detrimento de otros factores educativos (Avitabile, 2017; Espinoza y Urzúa, 2018; Martínez-Restrepo, et. al., 2016).

 

Con relación al segundo aspecto, vale señalar que el crecimiento de la matrícula en programas de educación superior, también ha sido efecto de la conceptualización y ampliación del campo denominado educación terciaria, que recoge, como lo señala la UNESCO (1998, p. 97) “todos los tipos de educación o entrenamiento ofrecidos por universidades, institutos tecnológicos, u otros establecimientos educativos, destinada a estudiantes que han terminado niveles de educación secundaria”, lo que ha permitido, en el caso colombiano, que las carreras en los niveles técnicos y tecnológicos, amplíen su oferta, pertinencia social y prestigio, en comparación con los convenciones programas universitarios. Adicionalmente, como lo reporta la OCDE (2016) la educación superior en Colombia tiene una tasa de matrícula cercana al 50%, y no sólo se ha elevado el indicador en los programas de nivel técnico, sino que los niveles profesionales de maestría y doctorado también han visto elevar sus índices de matrícula, lo que coadyuva a entender que el camino educativo se sintoniza con las opciones de desarrollo e igualdad y con las posibilidades para cerrar las brechas sociales, económicas y culturales. Así, el trabajo por la ampliación de las estrategias para el acceso de más jóvenes de las regiones a la educación superior, y el fortalecimiento de la oferta pertinente de los programas en la región, es un propósito que no puede perder su prioridad en la agenda de reflexión y acción del país. Más estudiantes de bajos recursos que acceden a la universidad, más programas contextualizados y con oferta pertinente para los territorios y más mujeres con proyectos educativos incluyentes, deben ser las banderas que se acentúan en el camino por la igualdad para el acceso al conocimiento, la movilidad social y la mejora en la cualificación de profesionales para escenarios laborales actuales (OCDE, 2016; Brunner & Labraña, 2020).

 

En esa medida, las instituciones de educación superior deben trabajar, de manera adicional a la revisión de la pertinencia de sus ofertas, por el diseño de nuevas opciones que sean de la preferencia de los jóvenes, ya sea porque los programas responden a las necesidades laborales de su región o porque las instituciones sintonizan con sus proyectos de vida, empleabilidad y desarrollo profesional. Como lo referencia el estudio realizado por Martínez-Restrepo, et. al., (2016, p. 9) “los programas ofrecidos deben ajustarse a las necesidades actuales y futuras del desarrollo agropecuario y rural colombiano, como objetivos estratégicos del país con el fin de pagar la deuda histórica con el campo”. Para alcanzar esta meta, no sólo se debe aumentar la inversión para el sector educativo, ni se deben focalizar las estrategias y la calidad del gasto público (que según las estimaciones de Fedesarrollo ascienden al 1.2% del PIB y se requiere de $17.7 billones para alcanzar las metas al año 2030), sino que instituciones como el SENA (y aplica a todas las instituciones de educación superior) debe evitar “que los estudiantes se vean obligados a escoger carreras tecnológicas que no son de su preferencia (…), se endeuden y después no puedan pagar sus estudios (…), [y/o] que deban realizar proyectos o hacer prácticas que no tienen relación con sus estudios” (Martínez-Restrepo, et. al., 2016, p. 9)

 

El tercer aspecto, que deviene de los dos anteriores, y complementa la lucha por la equidad educativa, exige que la nación y las instituciones de educación superior, con el propósito, no sólo de mejorar el acceso a la educación, sino de garantizar una formación continua con las dinámicas de la vida profesional, asignen más recursos para adquirir mayor fiabilidad, transparencia, una evidente eficiencia en los procesos de gestión que se realiza (OCDE, 2016; FODESEP, 2021), con lo que generaría una posibilidad para la inversión del modelo piramidal de la educación terciaria (Salmi, 2000). Este incentivo, en sintonía con las necesidades del país y con las aspiraciones y proyectos de los estudiantes, también requiere del trabajo colectivo e interinstitucional, que promueva, por un lado, un conjunto de acciones externas, como prácticas de integración, movilidad y apoyo entre diferentes instituciones, al mismo tiempo que se generan, por otro lado, una dinámica de acompañamiento a los estudiantes con programas de apoyo académico, económico y de bienestar físico y psicológico, para que, a largo plazo, se rompan los patrones de género, se reduzcan las brechas de desigualdad y se deconstruyan las estructuras culturales, sociales, económicas e institucionales que han permitido la permanencia de la desigualdad (World Economic Forum, 2016).

 

  1. Formación y profesión docente:

 

El último sector sobre el que volcamos la reflexión y acción en este documento, y que contribuye de manera central y fundamental en la consecución de una educación de calidad, con acceso equitativo al conocimiento, con acompañamiento pertinente y con el propósito de generar ciudadanos autónomos y socialmente responsables, es la formación docente, que se concibe desde mediados del siglo XX, y con mayor fuerza en el siglo XXI, en uno de los aspectos claves para el desarrollo de los países (Herrera, Urrego y León, 2019)

 

Como lo señalamos al inicio de la reflexión, el panorama incierto en el que nos dejó la crisis sanitaria y social provocada por la pandemia por COVID-19 y sus efectos sociales, económicos y políticos, en materia de educación, nos ha exigido replantear las estrategias conducentes a la educación de calidad, y en particular, nos ha llevado a repensar lo que significa la práctica pedagógica, su relación con los procesos de formación y los retos que deja pendiente al momento de asumir la profesionalización de los agentes educativos que intervienen en los escenarios escolares del país. Consideramos que es urgente cualificar el magisterio, pues esto garantiza el derecho a una educación de calidad. Para ello cuatro aspectos deben conllevar a nuevas acciones: 1) Mejorar las condiciones laborales para atraer mejor capital humano; 2) elevar los criterios de admisión y permanencia en las facultades e institutos de educación; 3) fortalecimiento de la formación posgradual de calidad y contextualizada; y, 4) unificación del régimen docente con una política de renovación de la planta docente pública.

 

Estudios como los de Elacqua, Hincapié, Vegas & Alfonso(2018), García-Poyato & Cordero (2019), Gaete (2017), y Bruns, Macdonald & Schneider, (2019), señalan que la mayoría de reformas políticas realizadas a la profesión docente en los países de América Latina durante el siglo XX, fueron promovidas por la paulatina pérdida del prestigio de la profesión, por la baja atracción hacia buenos candidatos, la progresiva disminución de los salarios, los obstáculos para el crecimiento y ascenso profesional, entre otros aspectos que alimentaban las tasas de abandono de la profesión docente. Las políticas que emergieron, para hacerle frente a esta situación, promovieron la vinculación de docentes por la creciente demanda del sistema educativo, que, como efecto de los programas de ampliación de cobertura y extensión universitaria, requerían más personal dedicado a la enseñanza. Sin embargo, al parecer, este incremento de programas de capacitación docente trajo consigo una afectación significativa a la formación y a las prácticas pedagógicas (Herrera, Urrego y León, 2019; García, Maldonado, Perry, Rodríguez & Saavedra, 2014).

 

Para afrontar esta situación, identificamos que las acciones que se pueden implementar en el primer y segundo aspecto de este ítem, pueden contribuir a la generación de maestros más eficientes, mejor preparados y más orientados la generación de prácticas de calidad que alimenten el sistema educativo del país.  Como se señaló en el primer ítem de este documento: uno de los aspectos claves está en el mejoramiento de la orientación pedagógica, pues “la verdadera educación la da la pedagogía y el centro de la pedagogía es la formación” (Quiceno, citado por Herrera y Bayona, 2018, p. 183); de la misma manera, una mejor orientación de las prácticas también contribuye al aumento de la calidad docente, como lo afirma Vicky Colbert (citada por Herrera y Bayona, 2018, p.118) al señalar que “si queremos lograr un cambio en los docentes, no es dándoles todas las teorías de la educación para que las reciten de memoria, sino que ellos vivan la misma metodología que van a vivir con sus alumnos”.

 

En este sentido, aportes como los ofrecidos por Ávalos, Cavada, Pardo & Sotomayor (2010) y Elaqua et. al., (2018) contribuyen a señalar algunos elementos que pueden mejorar la formación inicial de los futuros docentes, como por ejemplo, mejorar los criterios de selección para estudiar el ingreso a la carrera, fortalecer los procesos de acreditación de las carreras, fomentar la evaluación institucional, entre otros elementos que ayudan a superar la mala percepción de la profesión docente, que afecta no solo la forma en la que los mismos docentes se ven a sí mismos y cómo interpretan y ejecutan su trabajo, sino que perfilan mejores programas de formación inicial, con estrategias de apoyo a los docentes noveles y con una proyección de carácter más profesional del ejercicio docente, como lo evidencian las experiencias analizadas por Barber & Mourshed (2008), que han permitido mejorar el desempeño de sistemas educativos de algunos países del continente americano.

 

Los estudios reseñados tuvieron por objetivo identificar los aspectos que generaban el éxito en algunas escuelas y qué estaban haciendo los sistemas educativos con más alto desempeño para lograr resultados significativos. En particular, Barber & Mourshed (2008) revisaron las características de 25 sistemas educativos de todo el mundo, analizando qué tienen en común y cuáles son las herramientas que emplean para mejorar los resultados de sus alumnos. Algunos de sus resultados señalan que elevar la eficiencia se corresponde a la generación de rigurosos procesos de selección docente. Algunos sistemas educativos trabajan fuertemente en la dimensión académica de los docentes en formación, fortaleciendo sus habilidades de comunicación, interacción, contextualización y su motivación personal hacia la docencia como carrera y proyecto de vida. Otros estudios, en complemento de lo anterior, afirman que los mejores resultados de sus estudiantes se obtienen porque la calidad de sus docentes es la variable que mejor determina su calidad (Sander & Rivers, 1996). Así, mejorar los criterios de selección y las condiciones laborales de los docentes coadyuva directamente a ejercer la profesión docente con entusiasmo, pasión y fuerte dedicación, pero también con altas capacidades, mejores niveles de conocimientos y excelentes evidencias en sus prácticas.

 

El tercer aspecto es un excelente complemento de lo señalado hasta el momento, pues formar profesores eficaces también requiere que los procesos de formación continua sean de calidad y de altos niveles de exigencia académica, para que los frutos de la formación inicial sean cada vez mejores. Este ideal responde a una necesidad sentida evidenciada en el estudio de Bruns & Luque (2014, p. 7), toda vez que se encontró que “en las pruebas realizadas en Colombia, Ecuador y Chile para medir el dominio sobre los contenidos entre los profesores, menos del 3 % de los profesores obtuvo puntajes considerados excelentes”. En esa medida, tiene mucho sentido apostar a la generación de una oferta posgradual para los docentes, que conlleve al fortalecimiento de la calidad a través de mejores procesos de reclutamiento, desarrollo profesional y motivación para que los mejores profesionales sean los educadores de las nuevas generaciones. Como se evidenció en el análisis de Vegas y Umansky (2005, citado por Bruns & Luque, 2014, p. 40), es importante dejar claro que para lograr avances concretos y elevar la calidad de los profesores de América Latina y el Caribe, no es suficiente con lo anterior, pues “atraer a candidatos de alto nivel, separar continua y sistemáticamente de sus cargos a quienes demuestren el desempeño más bajo”, debe ir de la mano con otro tipo de estrategias, aquellas que motiven a “las personas para que continúen refinando sus capacidades y trabajando duro durante una larga carrera”.

 

Con respecto al cuarto aspecto de este ítem, vale la pena reseñar aquí que es importante reconocer que este trabajo por la mejora de las condiciones y calidad de la carrera docente, no puede limitarse a la superación de las tensiones que surgen entre los gobiernos y los sindicatos, pues aunque éstas dificultan el impulso de las reformas, no pueden decaer en regulaciones unilaterales para la carrera docente (Bruns & Luque, 2014) De ahí que cualquier iniciativa requiere de mayor tiempo, participación de múltiples actores y acuerdos en los que se reconozcan las diferentes posturas que puedan llegar por medio de los sindicatos. Al respecto, uno de los elementos que requiere el país para enrutar mejor los procesos de trabajo conjunto es la unificación del régimen docente, que recopila las acciones sugeridas en otros aspectos ya reseñados, pues no todo puede recaer sobre la formación de los agentes educativos, sino que sobre esa base deben trabajar los gobiernos en una mejora sentida de los tipos y condiciones de contratación, permanencia en la carrera, estatus, condiciones de trabajo y motivación profesional, como lo señaló la UNESCO en el marco de acción 2030.

 

 

Referencias eje 1: primera infancia

 

Alarcón, C. (coord.) (2013). Estrategia de atención integral a la primera infancia: Fundamentos políticos, técnicos y de gestión. Atención integral a la primera infancia: De cero a siempre. Imprenta Nacional, Bogotá. ISBN 152152.

Ancheta Arrabal, A. (2019). Equidad y educación de la primera infancia en la agenda educativa mundial. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 17(1), 47-59. doi: https://dx.doi.org/10.11600/1692715x.17102

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Referencias eje 4: Formación docente

 

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