22/04/2020

De la memoria en tiempo del virus

la memoria en tiempo de virus
Alejandro Castillejo Cuéllar
Comisionado de la Verdad
Profesor del Departamento de  Antropología 


 
“Is there anybody out there?”
[“Hay alguien ahí afuera?”]
Pink Floyd


Me he dedicado a estudiar ruinas, y a entender los rastros, las reverberaciones y los ecos que dejan los eventos violentos en los parajes existenciales de seres humanos concretos.

Por eventos violentos, me refiero a la distribución social del sufrimiento y a la manera como una serie de relaciones (no solo “actos” sobre un cuerpo o sobre un territorio) arruinan vidas. Por mi formación, me acostumbré a pensar en la violencia como algo que le sucede a personas y comunidades debido a guerras y conflictos armados.

Sin embargo, me parece que la noción de violencia debe ampliarse a sus relaciones visibles e invisibles, a las conexiones de las conexiones, como el pensador de la ecología, Gregory Bateson, solía decir. En este contexto, siempre me inquieté por la creatividad que despliegan algunos para dañar a otros y a otras. Describí esta sensación de perturbación y retorno fantasmal alguna vez en un texto que lleva por título The Courage of Despair [El Coraje de la Desesperanza, 2007] en el que relato mis encuentros con sobrevivientes de Ruanda, Sierra Leona, Sarajevo y Burundi una década antes.

A lo largo de los años, he recabado no sólo historias, testimonios y sonidos de esos lugares del terror, entre S-21 en Camboya o Mapiripán en Colombia, sino también las modulaciones de la esperanza: madres, hijas, niños o mujeres de muchas latitudes me han mostrado que incluso en los momentos más oscuros de la humanidad (que está repleta de oscurantismo) emergen instantes “epifánicos”, gestos minúsculos, donde el halo de la vida se sobrepone a los rayos de cristal puntiagudo.

El agotamiento que me produce la hiperventilación mediática de la pandemia (y su mezquina utilización política) me hace pensar en cómo ciertas sociedades acumulan pandemias, una encima de la otra, como capas estratigráficas que se superponen y se entrelazan en el tiempo histórico. Incluso, normalizándolas: acumulamos cuerpos sobre cuerpos, territorios heridos sobre territorios. “Montañas de cadáveres”, decía el filósofo Walter Benjamin: somos una continuidad de violencias, de largas y cortas temporalidades.

No hace mucho, pensando en torno a las manifestaciones en Colombia de finales del 2019, antes de la resaca navideña, las novenas burocráticas y las ferias alcohólicas, un medio de comunicación internacional me preguntaba por cómo leía la presencia masiva de jóvenes en las calles marchando y protestando. Paralelas a las chilenas que conmocionaron ese país y que en Colombia no veríamos ni los retazos de sus imágenes: vándalos, pandilleros, descarriados, desadaptados eran parte de las generalizaciones y justificaciones.

El continente temblaba, a la vez que una ola de revisionismo surcaba por la política, y a la vez que la xenofobia y la homofobia profundizaban sus raíces, en Colombia seguíamos viendo el Chapulín Colorado: un acto de evasión y domesticación de la opinión, una especie de congelamiento temporal. Para resolver la pregunta, tendría que hacer la siguiente argumentación: venimos del Acuerdo de la Habana, que generó la expectativa de una sociedad más vivible (que requería de altura histórica de parte de políticos, no obstante sus complejidades).

Con el acuerdo vino además todo el discurso a veces etéreo de la construcción de paz y sus consultores, adobado con la promesa transicional de un cambio, y los esfuerzos por dejar el pasado atrás, por autoevidente que suene. Esa es la labor del Sistema Integral, visto como momento ritual y no tecnocrático: certificar o asegurarse que eso que llamamos “daño”, “violencia”, “dolor”, quede “atrás”, en la distancia aséptica del “pasado”. Una violencia que no queda atrás y que continúa, cuestiona la idea misma del porvenir como posibilidad. Es una contradicción.

Como no van a salir los jóvenes a las calles si es el por-venir el que está precisamente en cuestión: “todos por un nuevo país” se ha ido convirtiendo en un trozo de papel amarillento y craquelado clavado en una pared. No hay nada más telúrico que una sociedad decepcionada por un futuro que parece distorsionarse con la distancia pero que le es sugerido aun como una posibilidad.

Hace un par de años, cuando escribí sobre revueltas y manifestaciones similares acontecidas en Sudáfrica en el 2015, fue por el efecto que me produjo ver de primera mano las calles de las localidades segregadas, donde había trabajado años antes, llenas de llantas quemadas, palos y piedras: las generaciones nacidas después de 1994 declaraban el fin de la promesa de la otra Sudáfrica, que sin duda había representado transformaciones sísmicas con relación al régimen del apartheid, pero al precio de la continuidad de los racismos estructurales. Sólo una lectura desde las continuidades de la vida cotidiana resaltaría estas porosidades entre el pasado y el futuro.

En Colombia, la incertidumbre propia del momento “transicional” venía aunado al asesinato de personas que pensaban un derrotero distinto: ex-firmantes de los acuerdos de paz, campesinos comprometidos con la sustitución de cultivos, activistas de derechos humanos, líderes de restitución de tierras, ecologistas, trabajadores por la paz en pequeña escala, líderes de comunidades étnicas, suman uno tras otro como una sucesión de pandemias sin fin.

En su muerte coinciden no sólo la evidencia de una vulnerabilidad instaurada del mundo que habitamos (en el sentido más abarcador de la palabra) sino el deseo de “otra Colombia”. Cada uno de ellos, y de ellas, es una capa histórica y representa, paradójicamente, una continuidad de múltiples violencias, de devastaciones. Y me pregunto, ¿cuál es la relación entre el “dolor”, la “nación” o las “naciones”, y la “narración”? ¿Cómo narrar esto? ¿Qué sería escucharlo? ¿Cómo tendríamos que calibrar el oído?

Y entonces, como una ráfaga de viento veloz, y a la manera de un retorno insospechado de lo reprimido (de lo que no se quiere reconocer), llegó la siguiente pandemia.
 

¿Genealogías del Porvenir?


Con frecuencia, instituido a través de la educación, se ha concebido la civilización como un antídoto contra la violencia. Civilización obviamente hace referencia a la racionalidad técnica, al dominio de la naturaleza a través del conocimiento de sus leyes, a la idea de una historia de logros que nos lleva de un estado de salvajismo colectivo a un futuro de comodidades individuales: el Estado, las letras, el dinero, la acumulación, las artes, la escritura, la competencia como principio rector de la supervivencia humana y no humana, siempre han sido tejidos en esta narrativa lineal.

Esta narrativa de progreso permanente no es otra cosa que la promesa secularizada, la tierra prometida del porvenir. Sin embargo, en lo que hoy llamamos América, la palabra vino aunada con la cruz y la espada; en el África, comenzó con la trata de cuerpos negros y continuó con el caucho y el ferrocarril (emblema de la colonización del imperio británico) y la segunda globalización a finales del siglo XIX que terminó en la Primera Guerra Mundial, a raíz de la competencia global entre estados-empresarios.

África ha sido en esta historia un continente de expoliaciones. Coltán, tanzanita, diamantes, cuernos de rinocerontes, manos de gorilas, petróleo, son las versiones recientes de esta expoliación desde adentro y desde afuera.

Escondidas quedaron las devastaciones del Congo Belga y la muerte de millones de hombres y mujeres en las caucherías, los campos de concentración en Kenia o Filipinas, las hambrunas en la India y el Irlanda, sólo por mostrar devastaciones civilizatorias.

Por supuesto, también hay que considerar, sobre este presupuesto de la civilización como antídoto, las múltiples mutaciones tecno-económicas del siglo XX: desarrollismos de diversas vertientes sitúan jerárquicamente unas sociedades sobre otras, estas últimas siempre persiguiendo el sueño fantasmal de alcanzar las primeras.

En los huesos de la historia quedarían en la oscuridad del olvido, precisamente, otras pandemias. Los costes de la civilización, las “externalidades”.

Aquí me sumo a otras voces que ven en la violencia una dimensión constitutiva de la civilización, hecha de “montañas de cadáveres”. Eso significa Auschwitz-Birkenau: la ciencia, la medicina, la tecnología, y la administración de poblaciones se pusieron al servicio de la muerte industrializada, de la dictadura inmunológica. El campo-horno se convirtió (visto desde la distopia del mundo Nazi) en una forma de “terapéutica” de lo social.

Múltiples Devastaciones

El virus ha venido a recordarnos precisamente las devastaciones y las ruinas de la apoteosis de esta fantasía, a través de la gestión de la catástrofe, de la línea que divide las vidas que merecen ser vividas de las que no. Nos pone de frente a la ilusión del futuro.

Ya no sólo el tecnológico, sino el de la vida más en general. Ha sacado a la superficie, precisamente, los huesos de las promesas de riqueza y opulencia. Ha hecho de la más reciente venida de la globalización “sostenible”, “ecológica” o con “cara humana” una verdadera caricatura macabra. El dolor nos siembra en la tierra, es un acto de memoria en sí mismo, al amarrar el cuerpo al mundo, quizás insospechadamente. De la misma manera que el dolor intenso reduce al doliente a la vida nuda, la pandemia reduce el cuerpo de lo social a su pura vulnerabilidad.

Así, en Colombia habitamos varias coordenadas de esta fantasía, en cuyo vértice se encuentran en peligro los futuros posibles: el transicional, el de la imaginación social del porvenir, el de una sociedad “post-violencia”. Y segundo, el de la promesa de la globalización y el crecimiento sin fin, que por cierto se entretejió, como un parásito, con las expectativas de la transición. Cuando sobreponemos sobre todos estos lugares los efectos del virus, el vértice se convierte en capas ruinas, como los que se ven al hacer cortes laterales de una montaña cuando se le atraviesa una carretera: capa sobre capa, diferenciadas pero sobrepuestas. Capas de violencia, organizadas a lo largo del tiempo histórico en forma de rupturas y continuidades suscitan la pregunta por la memoria, por “las articulaciones del pasado”, por cómo “recordarlas” sin son recordables, cómo trenzarlas en una narración polifónica.

Somos múltiples devastaciones en escalas distintas, y lo que vemos, son sus restos. En América Latina, los cuerpos de animales humanos y no humanos drogados de anfetaminas y antibióticos, las enfermedades de los excesos y las carencias, las obesidades y las anorexias, los cuerpos-territorios abandonados y/o colonizados por el “capitalismo gore”, como dijera la filósofa mexicana Sayak Valencia, en las fronteras de la maquilación, son formas de la devastación.

Las calles despobladas, en medio de la dictadura inmunológica del Covid-19, permiten la emergencia (desde las alcantarillas y los caños) de trashumantes abandonados hace tiempos por los restos de un Estado endosado a la corrupción y un grupo de beneficiarios.

¿Los beneficiarios de la violencia y de la “post-violencia”? En la itinerancia de seres-residuo alrededor de las urbes de mundo, en las “dislocaciones” de la economía global (el término es de Saskia Sassen), son también formas de la devastación. El sonido permanente de la motosierra (un objeto-ícono de momentos oscuros de este país) en la selva del Chocó sobre el Rio Atrato talando árboles, maderando historias ecológicas de cientos de años, se conectan como archipiélagos de ruinas con las reverberaciones de las aguas turbias por efectos de químicos y los incendios forestales que consumen miles de hectáreas de Amazonas o la Sierra Nevada.

De la pandemia queda claro que los sistemas de salud pública están en ruinas y que de cara a los límites de la vida se han convertido en formas de la desprotección institucionalizada. En Colombia, el virus nos conecta con las temporalidades y con la pandemia de la guerra. La pregunta es ¿en qué consiste el oficio de la memoria, la artesanía del pasado?

En este mundo, la calle, lo público, se convierte en objeto de peligro. Lo que nos queda es un retorno a la intimidad, al hogar. El retorno a la tribu, a la descompresión forzada y forzosa de la globalización contemporánea.
 

 

El Objeto Sacrificial


Como si no fuera suficiente con la introyección o “la explotación de sí mismo”, diría el filósofo coreano Byung-Chul Han a través del lenguaje de la productividad y el rendimiento, ahora emerge la posibilidad de la inmolación como prenda de garantía del porvenir (por cierto, el grito de batalla contra las marchas del 2019, “yo no marcho, yo produzco” debe ser un pálido recordatorio de la ingenuidad de muchos, hoy encerrados en la casa, esperando).

La sociedad del rendimiento, continua el filósofo, nos convierte en emprendedores de nosotros mismos, y a la postre en mercachifles e “influenciadores” de banalidades. Esta forma de autonegación, en un balance de pérdidas y ganancias literales, ha adquirido una forma sacrificial en función de la fantasía de la acumulación futura: si para que la “economía” no se desplome (y por lo tanto para que nuestros “hijos y nietos” tengan el beneficio de la “riqueza” futura) es necesario el sacrificio de los “ciudadanos mayores” [senior citizens], dice un político veterano en Fox News de cara a la crisis del Covid-19, “si ese es el intercambio, cuenten conmigo” (“If that is the exchange, I am all in”).

Volvemos a tema del comienzo, al precio que se “debe” pagar por el porvenir imaginario. En Colombia, vemos desde hace un buen tiempo, viejos y viejas pidiendo plata en los buses, en las aceras, en las esquinas de las avenidas, reminiscente de los tiempos de los masivos desplazamientos. Una afirmación como la anterior convierte la ruina en sacrificio. Ya no sólo cabría recordar los jóvenes de Colombia o Chile ante la incertidumbre de los futuros [por efecto incluso de las imposibilidades de sus trayectorias vitales] sino los a “viejos”. Unos y otros comparten una narrativa de la incertidumbre.
 

Colofón: desmitificaciones tele-educativas


Si algo me alegra del presente viral es ver los apologistas de la educación online. Los sueños delirantes de la educación en línea como el camino a la democratización de la educación se truncan con la realidad que nos muestra que una cosa es “formar” y otra muy distinta “capacitar”.

Y de la democratización ni se diga: hay una división social del acceso tecnológico, a las redes, a los datos. El retorno a la tribu, al encierro, a la intimidad, ha conllevado el tránsito del trabajo hacia el hogar. El hogar y el empleo se sobreponen.

Tele-trabajar desde la casa yo no es el slogan de la comodidad, sino sinónimo de cansancio, de la colonización del sueño, del descanso y hasta del ocio. La sensación de continuidad temporal se apareja con el esfuerzo cognitivo que implica una clase en una pantalla.

La digitalización de la pedagogía (que gracias al virus nos conminó a tener un trozo de ese “futuro utópico”) nos recordó la importancia pedagógica de la presencia de otro ser humano, sus corporalidades, sus lenguajes gesticulares, su inversión vital, y el riesgo existencial, siempre productivo, que conlleva esta forma de presencia.

El recientemente fallecido teórico de la literatura George Steiner nos mostró la profundidad histórica de los vínculos complejos entre los maestros y sus discípulos como un catalizador de la producción de conocimiento en la filosofía y en la Humanidades.

El conocimiento está situado en el cuerpo, en lo sensible, y en el tiempo. Aquí por supuesto, me surge la pregunta que se esbocé en el título de este texto: no sólo inquietud por la memoria en tiempos de “viralización” (de la masificación del virus) y el control inmunológico del otro, sino en tiempos de “virtualización”.

La Universidad de los Andes desarrolla este artículo respondiendo a la coyuntura por la pandemia de COVID-19. Tenga en cuenta la fecha de publicación para entender el contexto de su contenido. No olvide consultar los análisis mas recientes sobre COVID-19 en nuestro especial. 

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