Un encuentro afortunado


A de comienzos de 1949 Bogotá tenía una población de alrededor de quinientos mil habitantes y en su vida política, social y de negocios eran corrientes las reuniones en las calles y cafés del centro de la ciudad. Uno de los lugares más frecuentados era el hall de entrada del edificio de El Tiempo, una especie de ágora donde solían encontrarse personajes de diversa índole: ministros, parlamentarios, hombres de negocios y demás para una breve charla antes del almuerzo o al final de la tarde. Mi padre era gerente del periódico y en una de esas ocasiones había ido yo a consultarle la posibilidad de estudiar mi carrera en una universidad norteamericana, idea que él rechazó de inmediato con el argumento de que a mi edad este cambio era, a todas luces, inconveniente y que debía hacer mis primeros años de estudio en Bogotá. Salí de la oficina de mi padre y me encontré casualmente con Mario Laserna Pinzón, a quien conocía desde el Gimnasio Moderno y, además, porque nuestras familias estaban relacionadas de tiempo atrás. Supongo que yo no tenía una cara muy alegre porque él me preguntó qué me sucedía. Cuando le respondí que mi padre no quería que yo viajara a estudiar a Estados Unidos, sin mayor preámbulo me tomó de la mano y, mientras caminábamos hacia el norte, me explicó que la universidad que estaba fundando correspondía exactamente a mis aspiraciones de estudiar en el exterior.

“No se preocupe, aquí va a estudiar los primeros semestres para luego terminar en una universidad en Norteamérica. Yo hablo con don Fabio (mi padre)”, terminó diciendo. Fue tan sorpresivo y convincente lo que me dijo que de inmediato le respondí que sí. A renglón seguido llegamos a las oficinas iniciales de la Universidad de los Andes, en la calle 19, en una casa que su padre, don Pacho, había prestado, y allí fuimos al despacho de Julio Zuluaga, quien en ese momento, entre otros oficios fungía como decano de admisiones. No quedan registros del orden de esos primeros inscritos que confirmen mi condición de primer matriculado, pero aquello sucedió a mediados de enero.

Las clases comenzaron muy puntualmente el 29 de marzo de 1949, a los pocos meses de fundada la Universidad, con ochenta estudiantes seleccionados de un total de ciento cincuenta aspirantes. La ubicación fue la misma de hoy y empezó con una vieja casona arrendada a la cual se accedía por un camino empedrado y alinderado por dos hileras de bellísimos pinos. Era una antigua cárcel de mujeres que hoy día, en armonía con las nuevas construcciones, caracteriza esa imagen tan particular que tiene el actual campus de los Andes.

Combinar una enseñanza técnica con una educación humanística fue el gran propósito de la nueva escuela. Asistir a una clase de física con monsieur Yerly y continuar en otra aula con la lectura y explicación de El Quijote hechas por don Luis de Zulueta era algo verdaderamente novedoso que a nuestros colegas de la Universidad Nacional les intrigaba sobremanera. Sin embargo, esta mezcla, junto con la posibilidad de continuar los estudios en una universidad de Norteamérica, fue sin duda la fórmula que aseguró de inmediato el éxito de un cambio tan drástico en la forma de enseñar.

Todavía me asombra recordar la calidad de los profesores que tuvimos desde el inicio, monsieur Yerly (como lo llamábamos) y don Luis, ya mencionados, además de Franz von Hildebrand (humanidades), Peter Aldor (dibujo), Sven Zethelius (química), el propio Mario y el profesor Mamitza (matemáticas). Había muchos otros extranjeros y obviamente colombianos de gran prestigio cuya nómina fue creciendo con el transcurso de los años.

De monsieur Yerly, un nombre clave en los primeros tiempos, tengo un recuerdo muy especial, pues antes había sido mi profesor de física y matemáticas en el Gimnasio Moderno y tuve la suerte de continuar con él en la universidad. Fue uno de los primeros profesores a los que Mario convenció de vincularse a su novedoso proyecto.

La organización logística, a pesar de tan corto plazo, fue perfecta: los libros de texto técnicos, por ejemplo, los mismos que se usaban en Columbia, fueron importados directamente por la universidad a tiempo para la apertura. Había un laboratorio de física suficientemente equipado para dictar los primeros cursos y, por supuesto, estaba el laboratorio de inglés, indispensable para ayudar a entender los textos y para prepararnos para la eventual transferencia a la universidad norteamericana que a la sazón no se sabía cuál sería.

El cambio de rumbo de la educación superior en Colombia hacia el modelo de universidad norteamericana era una necesidad latente que nadie había visto con tanta claridad como Mario y que cientos de estudiantes como yo acogimos con todo entusiasmo y sin dudar.

Hoy, sesenta y cuatro años después, nadie cuestiona que esa idea que desarrolló Mario, en compañía de un grupo de amigos egresados de universidades de Norteamérica, casi todos menores de 25 años, cambió de manera radical la educación superior en Colombia. Cerca de sesenta y cinco mil egresados de los Andes y cientos de miles más de otras universidades se han beneficiado de esa nueva manera de enseñar. Fue, para decirlo en el inglés, que entonces aprendimos: The right idea, at the right time, in the right place (la idea correcta, en el momento preciso, en el lugar adecuado).

En 1954, apenas cuatro años después de fundada la Universidad, recibimos el cartón, el primero expedido por los Andes, los 15 graduados iniciales que también habíamos estudiado en la Universidad de Illinois. Los títulos tenían la aprobación del Ministerio de Educación y los recibimos en una ceremonia solemne realizada en el teatro Colon de Bogotá, que también inauguró la rectoría del expresidente Alberto Lleras Camargo. La lista de graduados es la siguiente:

Ingeniería Eléctrica: Héctor Gallo, César Granados, Jaime Romero, Alfonso Galvis, Luis F. García, Jaime González, Alberto Morales, Gonzalo Ramírez, Fernando Restrepo, Álvaro Ortega. Arquitectura: Ernesto Jiménez. Ingeniería Civil: Alfredo López, Cayetano Morelli. Economía: Gustavo Neira, Jorge Ruiz.

Como anécdota personal, asistí a esa ceremonia en calidad de graduando y de decano de Estudiantes, cargo para el que fui designado por el propio Mario, hasta la llegada de Lleras, rector encargado.

Ese encuentro casual con Mario en enero de 1949, sin sospecharlo, fue para mí el inicio de una relación perdurable con un maestro y amigo.

Seguramente todos quienes conocimos a Mario fuimos cautivados por su personalidad multifacética, prolífica, ecléctica y a veces desconcertante, producto de su enorme inquietud intelectual que lo llevó a incursionar, de manera seria desde luego, en disciplinas como la filosofía, las matemáticas, la política, la diplomacia, el periodismo y, ¡qué contraste!, la tauromaquia.

En un discurso en mayo de 1955, a raíz del otorgamiento de la Cruz de Boyacá al fundador de la Universidad de los Andes, el expresidente Alberto Lleras se expresó así: “... Nos encontramos perplejos ante su personalidad prematuramente enigmática”.

La audacia y el poder de convocatoria de Mario fueron dos atributos esenciales para tan extraordinaria aventura. Solo así se explica cómo un recién graduado de la Universidad de Columbia con un Bachelor of Arts y un Major en Matemáticas, pudo convencer a personajes de la altura intelectual de Albert Einstein, Thornton Wilder, Dietrich von Hildebrand y a otros quince intelectuales y académicos de altísimo nivel para que aceptaran constituir una Junta Consultiva de una universidad apenas en formación y cómo, solo un año después de iniciar operaciones y sin tener todavía una universidad donde cumplir la promesa de continuación de los estudios en Norteamérica, logró a través de su amiga Ivy Marshallfield de Suárez, dueña de un famoso almacén por departamentos de Chicago, que el doctor George Stoddard, presidente de la Universidad de Illinois y también amigo suyo, recibiera al primer contingente de alumnos de los Andes.

Mario se mantuvo muy cercano a sus estudiantes. Nos fue a ver en Illinois varias veces, siempre con una actitud de camaradería que hacía muy amenas sus visitas y siempre con un diálogo enriquecedor.

“Laserna ha entrado en la vida de cada uno de nosotros de una manera diferente y, en la mayor parte de los casos, extraña”, anotaba el citado expresidente Lleras en otro aparte de su discurso. Sí, Mario se acomodaba a su interlocutor, nunca hacía alarde de conocimiento y compartía fácilmente las inquietudes y estilo de los demás.

Yo tuve la suerte de compartir muchos momentos de su vida y de la mía. Desde cuando fui su decano de Estudiantes, o cuando entré al mundo de la televisión, cuyo mensaje él veía con recelo, o cuando me invitó a participar en su aventura del diario El Mercurio, que no acepté, o cuando me acompañó a comprar una finca en el Tolima cerca de la suya. Siempre estaba en trance de compartir generosamente su inquietud del momento: por ejemplo, en una ocasión me encontró casualmente en una calle en Nueva York y sin más ni más me llevo al apartamento de Thornton Wilder a una recepción a la cual estaba invitado. En otro encuentro en París, cuando era embajador de Colombia, sin modo de argumentar, nos llevó a mi señora, quien había sido también su discípula, y a mí, a pernoctar tres semanas con él y con Liliana en la casa de la embajada. Allí, una tarde lo acompañé a una “sesión” de práctica para asistir a una cacería de faisanes, invitado por el presidente Valéry Giscard d’Estaing, de la cual, Mario regresó con un moretón en el hombro causado por los disparos de escopeta y sospechosamente con cuatro faisanes que cada uno de los embajadores había cazado y que en el caso de los de Mario nos comimos con mucho gusto.

Con estas breves y algo deshilvanadas reminiscencias he querido contribuir a recordar a este singular y maravilloso colombiano, seguro de que cuando se decante este periodo de la historia del país, sobresaldrá como una de las figuras más importantes.
Escrito por:

Fernando Restrepo

Primer matriculado de Los Andes (1949)